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Alta espontaneidad

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El complejo de alto es incomprensible para la mayoría de mortales que no rebasan la media –1,73 m en el caso de los españoles– y que andan por la vida de puntillas. Podemos imaginar que, de púber, García Albiol llegó a sobrepasar a sus propios profesores en su imparable verticalidad: 2,02 metros. Y eso marca. Qué poco conocemos las vicisitudes de los altos que sólo encuentran zapatos del número 50 en internet o que deben privarse del antojo de entrar en un Massimo Dutti porque su patronaje sólo se hace a medida, como le ocurre a García Albiol –curiosamente, se suele obviar su nombre de pila–.

Aún y así, la fama de temible del candidato del PP no le nace de su percha de pívot, ni siquiera por aquel manotazo en Martorell, sino de su pasión por el detergente, como lesas amas de casa obsesivo-compulsivas que, a pesar de que la cocina refulja abrillantada, siguen pasando el estropajo entre las juntas de las baldosas, no vaya a ser que de allí salga un gusano. ¿Tiene aún dolores de cabeza por la campaña Limpiando Badalona?: “Ninguno –responde Xavier–, a pesar de la polémica mediática. Mi objetivo era limpiar Badalona: de incivismo, de delincuencia, acabar con las calles degradadas…”. ¿Y que nos cuenta de su imagen de malo malote?: “Sinceramente, no me siento así. El mayor orgullo para un político es convertirse en alcalde de su ciudad. Yo lo he hecho y a los cuatro años me revalidaron la confianza. Los vecinos de Badalona no deben considerarme tan malo y con esto me basta”. Pero, con todo, una sombra de donald-trumpismo le acompaña y no le viene mal para alimentar la fe de sus votantes más ultra. A menudo acusa a Albert Rivera de tono chulesco, ¿Y el suyo, cómo lo definiría?, le pregunto: “Espontáneo. Digo lo que pienso y sin importarme mucho las consecuencias”. Genio y figura.

Porque el hiperactivo Albiol, perfumado con Agua Fresca de Adolfo Domínguez, convence a su audiencia: arranca los mítines modulando los tonos agudos, igual que un buen padre de familia. Pero, siguiendo el ritmo marcado por su voz nasal llega a un punto en el que se acalora solo, autosugestionado, y entonces sube la voz, desata las manos, pone caras y nos envasa frases del calibre de “quizá ha llegado el momento de que la Unión Europea se plantee si puede seguir con la política de que cualquiera tiene todos los derechos”.

Hay otro dato a tener en cuenta: es un perfecto ejemplo de que el ascensor social existe en todas las ideologías. Que no le busquen parientes pijos ni rancio abolengo a este nuevo líder de la derecha española. Nacido en una familia humilde del barrio de Morera, su madre, de Badalona, fue peluquera; su padre, de Vélez Rubio, conducía un camión de la brigada municipal de limpieza. Quizá por eso lo del Rolex tuvo tanto eco: “Me lo compre el día que se inauguraban los Juegos Olímpicos del 92. Tenía 23 años y me costó lo mío ahorrar para pagarlo”.

En su perfil de Facebook se considera “moderado”, y confiesa que le van la rumba charnega de Estopa, Enrique Iglesias, Dire Straits y Rolling Stones. No es un intelectual ni tiene ninguna veleidad de serlo. Ni siquiera terminó la carrera de Derecho –insiste en que la acabará algún día–. Le corría prisa pasar a la acción. De niño soñaba con ser capitán de barco o piloto, y con 20 añitos figuró en la lista municipal de Alianza Popular en Badalona. Hoy, casi tres décadas después, se ha convertido en el mandamás de un PP catalán que navega a contracorriente, sin apenas espacio entre las costillas para respirar, empeñado en su “plantem cara”.

(La Vanguardia)

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