El bolso en la vida de la mujer es un territorio en sí mismo, un microcosmos, una señal tanto de su jerarquía vital como de su recogimiento. Ejerce de botiquín de primeros auxilios, pero también de contenedor que define su yo más íntimo e incluso revela o enmascara su personalidad. El filósofo Peter Sloterdijk afirma en Has de cambiar tu vida -una obra reveladora, capaz de adaptar el pensamiento clásico a nuestros gaseosos tiempos- que uno “se forja una forma de subjetividad enclavada en su interior, donde está ocupada prioritaria y permanentemente consigo mismo y sus estados internos. Se transforma en una especie de pequeño Estado…”. Y cita al espiritual y docto Marco Aurelio: “Piensa, finalmente, en retirarte hacia aquella pequeña región que eres tú mismo, y sobre todo no te disperses”. Claro que esos pequeños estados son tan provisionales como su propia subjetividad. Cualquier mujer podría rehacer su cronología a través de los distintos bolsos en los que ha transportado una parte de sí misma, aquello con lo que es capaz de recomponerse ante una nueva escena.
Su sentido de pertenencia es casi inviolable. “Mi bolso”, decimos, con la misma rotundidad que “mi casa”. Si nos lo roban o lo perdemos, el efecto resulta devastador. ¿Cómo puede tacharse de frívola una representación tan sucinta de lo que proyectan las mujeres con sus bolsos colgados en bandolera, en el antebrazo, empuñados con firmeza o despreocupación?
A pesar de que la alianza entre tecnología y biología, capitaneada por David Eagleman y otros neurocientíficos punteros, ha supuesto una auténtica revolución sensorial -capaz de devolver la vista implantando en la lengua un pequeño dispositivo eléctrico que envía señales al cerebro, por ejemplo-, la sensación de raigambre de una mujer que agarra su bolso o bien lo deja, indolente, sobre cualquier sitio, es tan terrenal como sensitiva, irreproducible por el misterio que perpetúa.
(La Vanguardia)
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