En el panorama internacional, el último atentado en la Universidad de Garissa (Kenia) demuestra que el yihadismo, dispuesto a extender un estado de terror allá donde lleguen sus tentáculos, es un frenopático descontrolado. Como contrafuerza al laicismo occidental, entregado a los brazos del materialismo en nombre de la dolce vita, el islam ha sido secuestrado por los extremistas que citan los mismos textos que cualquier otro musulmán considera sacrosantos. Como razonaba hace unos días en The Wall Street Journal la activista holandesa-somalí Ayaan Hirsi Ali, que ha tenido que vivir escondida y escoltada por guardaespaldas por sus críticas al radicalismo y que, acusada de islamofobia, vio como le retiraban un doctorado honoris causa en Estados Unidos: “El problema fundamental es que la mayoría de los musulmanes pacíficos y respetuosos con la ley no están dispuestos a reconocer, mucho menos para repudiar, la garantía teológica para la intolerancia y la violencia incrustada en sus propios textos religiosos”. “Deberían suavizarse ciertos aspectos del islam que, como se ha demostrado, abonan el terreno para la opresión y la guerra santa”, insistía Hirsi Ali.
El último libro de Zygmunt Bauman -con Leonidas Donskis-, Ceguera moral, explora la idea de que la sensibilidad es hoy un valor a la baja. Nadie disputa por ella, ni se reclama para desempeñar un trabajo ni se utiliza como criterio aplicable a la calidad. Algunos de los programas más vistos de la televisión huyen de ella como la peste, tratando de ligar desnudos en una isla desierta o queriendo casar a tu hijo mediante un casting e ilustran la preocupante pérdida de pudor -y valores-, como si la zafiedad fuese un grado.
Hubo una época en que políticos, ciudadanos de a pie, artistas, y hasta los famosos de la tele, se esforzaban por ser más listos y competentes. Hoy, en cambio, la amalgama de mensajes en contra dirección ha acabado confundiendo la espontaneidad con la ignorancia, la realidad con el cutrerío, y los principios con el delirio.
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