De la misma forma en que vivimos postrados ante la cultura de lo saludable, acostumbrados a adjetivar como tóxico desde un alimento a una persona o una relación, la ilusión de ordenar el caos persiste tanto en la vida profesional como en la privada. Hay personas que deben programar concienzudamente su ocio, ya que les angustia la hoja del día en blanco, sin planes ni obligaciones que les anclen en la actividad, y, sobre todo, otorguen un sentido a sus actos. La pereza, al igual que el miedo, han sido denostados por la cultura de la competitividad y el triunfo, y, aunque se sientan, deben de ser neutralizados por la vehemencia de la frenética actividad pautada.
Pero en un país con más de cinco millones de desempleados, donde a veces parece que no quepamos todos, hay un puñado de horas libres que en lugar de ser estímulo parecen un ataúd. En la encuesta de empleo del tiempo que anualmente realiza el Departamento de Trabajo de EE.UU. se analiza también cómo ocupan su tiempo las personas sin trabajo. Más de un 20%, se dedican a ver la televisión o películas en el ordenador. Por sexos, ellas se aplican trabajando en casa y cuidando de la familia, mientras que ellos salen a buscar trabajo. Y, sorprendentemente, ni un 4% de los desempleados decide estudiar y formarse. Muchos de ellos, no obstante, insisten en llevar una agenda de sus jornadas improductivas, decididos a convertirlas en nutritivas. Por ello, cuando por fin han logrado una cita, debe de resultar enormemente frustrante que se cancele. En la llamada de la secretaria encargada de dar horas anida un tono adusto y parco en explicaciones. Representa la frialdad de quienes están terriblemente ocupados y viven el día como una tentativa para llegar muy alto. Hasta que sus horas también se desparramen en uno de esos vuelcos que da la vida.
(La Vanguardia)
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