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Maldito ridículo

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El sentido del ridículo es uno de los sentimientos que mejor se enrosca al cuello cuando se es joven, llegando incluso a atragantar a sus sufridos anfitriones. Cuando acompaño a mi hija pequeña a la parada de la ruta, me pide que no la bese al pasar por delante del ambulatorio donde la gente hace cola, y ella se siente vivamente observada. De mi otra hija, adolescente, el día que la despedí a través de la ventanilla del autobús, recibí al instante un watsap en el que me mandaba muy lejos. También suele prohibirme que baile delante de ella; “patética”, me dice, igual que Rajoy a Sánchez en ese escupitajo que sobre todo lo humilló a sí mismo, sólo que mi hija probablemente tenga tanta razón como yo en su día, cuando no toleraba ver contonearse a mis padres.

Hay algo en la vulnerabilidad ajena que hacemos nuestro, y no tanto en un empático proceso de identificación sino a causa de las enfermedades menos tratadas a pesar de su extensión y sus riesgos: la inseguridad. No me refiero al titubeo, ni al ejercicio de esa duda que no es asunto de volubles ni melifluos sino de seres pensantes. Se trata de un sentimiento que produce desde frustración hasta envidia y que empequeñece a quien lo padece. Cuando alguien hace el ridículo sólo se tiene a sí mismo, y, si es poderoso, a una corte de almas comprensivas y temerosas que le quitarán hierro. En unos tiempos en los que casi nada permanece y a las relaciones las define muchas veces un trueque de intereses, la incondicionalidad cada vez pierde más fuelle. Y más bien tendríamos que hablar de comparsas, que no de compañía. Como la que secundó a la reina fallera por excelencia, Rita Barberá, destrozando el valencià y al tiempo demostrando que está liberada del sentido del ridículo. Bien hizo pidiendo disculpas, aunque nadie en su cargo debería practicar el terrorismo lingüístico. La insensibilidad con la que algunos se acercan a la lengua forma parte de la empobrecida concepción de un mundo en el que cuantas más patas se metan, más popularidad se adquiere. Los esperpentos y el mal gusto se multiplican, de Barberá o el pequeño Nicolás a los televisivos Belén Esteban y Paquirrín. No es la cotidianidad la que nos invade, sino una grasienta mancha de la vulgaridad que se muestra impúdica contabilizando share y tirando por el desagüe valores e ideales.

En cambio hay otro sentido del ridículo más primario (y turbador) que no perdona a nadie, aunque te llames Madonna: el que produce una caída. A los treinta segundos de comenzar su actuación en los Brit, la reina del pop se desplomó, dejó muda a la sala y provocó un alud de seiscientos mil tuits en menos de 45 minutos. Irónico que quien ha sido capaz de sacudirse las risas provocadas por sus ramalazos místicos y sus patinazos artísticos, como aquella Don’t cry for me Argentina encarnando a Evita, tenga que tragarse burlas y memes por culpa de una estúpida capa. Dicen que cuando se patina sobre hielo la única solución es la velocidad: ella se levantó rauda, recolocó la voz y al menos, supimos que cantaba en directo.

Rubia brillante / Cayetana Guillén Cuervo

Hiperactiva, aglutinadora de espíritus libres en un Madrid tan autocrítico como disfrutón, Cayetana Guillén-Cuervo es una metrosesenta que parece metroochenta. No sólo se ha convertido en uno de los puntales de la televisión pública -Versión española es un espacio decano- sino que ha sorteado cambios de directivas hasta conseguir que un programa de cine se emita en prime time. El año pasado rindió tributo a la memoria y al amor, y le dedicó a su padre -antes de morir- El malentendido de Camus. Además de intervenir en El ministerio del tiempo, en abril, se meterá en la piel de uno de los personajes más complejos del teatro, la Hedda Gabler de Ibsen. Linaje, polivalencia, talento y un personalísimo guiño a la vida.

Lady ilustrada / Elena Ochoa

¿Cuántos comisarios serían capaces de reunir a autores de la talla de Goya, Mallarmé, Balthus, Ródchenko y Maiakovsky, Bacon, Cartier-Bresson o Hirst en una de las exposiciones del año y permitirse el lujo de titularla Detritus? De acuerdo, Elena Ochoa, lady Foster y su editorial Ivorypress son únicas. Mecenas cosmopolita, detectora de nuevas sensibilidades artísticas, Ochoa ha sabido construirse un bello traje a medida. Porque elevar el libro a la categoría de arte en un país que edita en idéntica proporción, aunque signo contrario, a la imparable caída de lectores (56.435 títulos llegaron a las librerías en el 2013, cuando ya el 35% de nuestros compatriotas no lee “nunca o casi nunca”) es más que un lujo sublime: un acto de resistencia.

Compadre gracioso / Sean Penn

Mucho se ha debatido sobre los límites del humor y la libertad personal. En la ceremonia de entrega de los Oscar, el concienciado, solidario y atractivo Sean Penn, que tan pronto se reúne con Maduro en Venezuela como viaja a Haití para trabajar a pie de obra, tuvo algo parecido a una regresión a su pasado de chico malo y patinó con una broma que ha levantado ampollas en los EE.UU. “¿Quién le dio a este hijo de puta su tarjeta verde?”, se preguntó en voz alta al entregarle la estatuilla de mejor director al mexicano Alejandro González Iñárritu. En el mejor anuncio de televisión mundial, a Penn su gracia se le volvió en contra, cuando al año cientos de espaldas mojadas se dejan la vida en la frontera con la tierra de las oportunidades.

(La Vanguardia)

Publicado en Mi Smythson

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