Lo llaman “la fuerza de los lazos débiles”, y viene a ser como un baño de autocomplacencia para soportarnos. ¿Por qué confiamos en extraños? ¿A qué vienen esas confidencias con gente de paso, con un compañero de un viaje en tren o de una sala de espera? Los secretos anónimos que día a día se revelan a taxistas, entrenadores, peluqueros o enfermeras son todo un clásico. Antes fueron los mozos de cuadra, los limpiabotas, las madames y los conserjes o los ascensoristas. Sea como sea, persiste un instinto que empuja al ser humano a interactuar con quien está un peldaño por debajo en busca de aprobación.
Según los estudios realizados por el sociólogo de Harvard Mario Luis Small, confiamos en los extraños más de lo que pensamos. “Alguien que no esté contaminado -nos decimos-, que pueda dar una opinión neutral”. Un complaciente autoengaño, pues, al igual que cuando nos enamoramos, seleccionamos lo más encantador e interesante de nuestra biografía. Los lazos débiles se forjan como nunca a través de internet: producen pálpitos, sonrisas, y te halagan como no lo hace tu cónyuge. Los amigos virtuales son más inconsistentes, pero también más ligeros que los reales, aunque ocupan tantas o más horas que los segundos. Los españoles dedicamos, de media, una hora y cuarenta y cinco minutos diarios a trastear con las redes sociales. Nuestra sociedad neonómada aísla tanto como acerca a extraños. Lo dejó bien dicho Blanche en Un tranvía llamado Deseo: “Ahora me toca confiar en la amabilidad de los desconocidos”.
“Los lazos débiles”, nacen de una fortaleza olvidada o jamás practicada, la de la universal fraternidad a que nos debemos.
Interesante reflexión sobre las relaciones maquinales entre humanos.
Recibe un fraternal abrazo.