El slacktivismo, una de las tendencias sociales del pasado año, conjuga el poder de lo viral con la pereza del que únicamente se moviliza desde casa, o mejor dicho a través de un clic. Se toma conciencia y se defiende una causa, sí, pero la única acción que se llevará a cabo será apretar una tecla del ordenador. Algo parecido ocurre con los llamados adorers, término absurdo donde los haya -tal vez sacado del anuncio del perfume de Dior-. Los adorers son una extensión 3.0 del fenómeno fan, y su importancia, para quienes realizan estrategias de mercado, es cada vez más elevada. Cualquier nuevo lanzamiento debe apoyarse en un núcleo fuerte de ellos que movilice ese producto en la red. Y, claro, no pueden comprarse porque entonces pasarían a ser influencers. Los líderes de opinión de antaño, que hacían prevalecer su criterio apostados en sus almenas y tribunas, incorruptibles, pueden ser hoy blogueros o instagramers que no han leído un libro en su vida -igual que el 35% de los español según las últimas pesquisas del CIS-, pero llevan el sombrero como nadie. Gente que se hace admirar ya no desde la simplicidad sino la pura banalidad, y cuyas destrezas son inauditas. Uno de los fenómenos on line consiste en los llamados tutoriales, vídeos que te enseñan a hacer algo. Entre ellos hay una serie que causa auténtico furor: consiste en abrir huevos Kinder, esas chocolatinas que llevan sorpresa dentro, y montar los pequeños juguetes de su interior. Es el momento de abrirlo, el clic-clac, el que que produce más alborozo entre sus adorers. No sé qué encontraremos en la nada, pero hacia allí vamos.
Los ‘adorers’ y los huevos Kinder
Cómo no contagiarse de la opinión ajena cuando vivimos en la constante expresión de filias, fobias e incluso naderías. No es de extrañar que se empiecen a analizar los foros de internet, los comentarios en YouTube o las opiniones que se dejan al terminar de leer cualquier cosa como nuevo género literario. No siempre son chaladuras, y, entre internautas ágrafos y argumentos cerriles, se hallan a veces razonamientos que ya querría esgrimir más de un tertuliano profesional. Quienes se dedican a enjuiciar aquello que ven o leen y a darle al botón de “me gusta” saben bien que existen dos razones fundamentales para ello. Por un lado, se trata de expresar simpatía por el amigo, real o virtual, que cuelga algo en la red, a fin de que no se sienta solo. El “me gusta” se ha convertido en una nueva manera de socializar, derribando muros que el pudor o la timidez levantan en el cara a cara -curiosamente, a pesar de ser mediterráneos, en nuestra cultura es muy infrecuente que un extraño alabe tu bolso o tus zapatos, a diferencia, por ejemplo, del mundo anglosajón-. Por otro, la opinión en red consiste ni más ni menos que en un acto de reafirmación: no me quedaré callado ante esto, porque es un abuso, o bien todo lo contrario: es una joya, y al alabarlo me sentiré proyectado.
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