Saltar al contenido →

De adicciones y esponsorizaciones

1

La anomalía, llámesele disfunción, patología, adicción o deriva, se ha convertido en regla. Porque tantas fatigas reportan el éxito y la fama como la más anónima de las intrascendencias. Cuando voy al programa de Julia Otero, me tomo siempre un café en la Rambla y no puedo dejar de observar a esas mujeres, sentadas en la barra, que piden su tercer carajillo con un vaso de agua, arregladas y sonrientes, aunque con la mirada tan aniñada como abotargada. No somos nadie para juzgar antes de intentar comprender: que su instinto de supervivencia aún es capaz de protegerlas, en un frágil equilibrio que puede derrumbarse al primer aleteo. Cada vez conozco más mujeres que beben solas. A medida que los hijos crecen y las casas se vacían, necesitan anestesiar el sueño, enturbiar la cabeza, sentir una energía que no les pertenece pero que gracias a la desinhibición del alcohol sienten como propia; entretener el lenguaje del alma, que pocas veces coincide con el lenguaje del cuerpo. En una ocasión me contaron la historia de una profesional, en proceso de rehabilitación, que se bebió el frasco de Chanel 5: era lo más parecido al whisky que tenía en casa.

Mal asunto el de enjuiciar a quienes tropiezan y acaban orillados. Ahí está el gran Johnny Depp, ese eterno chico que, después de Eduardo Manostijeras, Jack Sparrow y sus piratas del Caribe, Willy Wonka y otros éxitos -a menudo de la mano de su amigo Tim Burton-, se ha dejado ver ebrio y confundido ante un micro, hasta el extremo de anunciar que va a tratar su alcoholismo. Depp ha cumplido cincuenta, una edad peligrosa para quienes aún no han logrado serenar el alma. Los estragos de la fama suelen pasar factura cuando la juventud se diluye, igual que las más sofisticadas sopas instant. Ya no se es ni el más original ni el más guapo pero, sobre todo, ya no se es primicia.

¿Cómo reavivar la fe en uno mismo? Y, más aún, ¿cómo mantenerse en primera línea durante muchos años sin caerse al foso de los leones? El santoral de la fama -siguiendo la ex excelente metáfora creada por Margarita Riviere- sigue caracterizado por el martirologio de quienes, a cambio de subir al Olimpo, tuvieron que tragar veneno. De Philip Seymour Hoffman o Robbin Williams, muertos (o autoeliminados) este año, hasta las chicas malas de Hollywwod que entran y salen de las clínicas de rehabilitación como si fueran spas, la peligrosidad de la exposición radica, sobre todo, en quedarse sin el propio yo. Se sustituye por otro, con química, física o tatuajes. Ese ha sido el caso de Maradona, que, de venir a España en adelante -cuando la reforma del Código Penal del PP se apruebe, asunto que, en este particular, aplaudo-, podría ser condenado a cuatro años de cárcel por incitar a la violencia machista. “Perra” se ha tatuado en el pecho, dedicado a su novia. Pero lo peor es que la susodicha, Rocío Oliva, se ha fotografiado pizpireta al lado de un Diego burleta, con la tinta del tattoo aún fresca. Excesos, enfermedad, desvarío, pero también violencia, desprecio, sordidez, precipicio. Eso ocurre en un mundo esponsorizado, en el que las tradiciones se revientan con mal gusto: qué burrada lo de brindar con cerveza en Nochevieja, ¡si al menos fuera Cola-Cao!

Última voluntad

El gobierno del Reino Unido ha lanzado una web que hace pública la última voluntad y testamento de todos los ciudadanos fallecidos desde 1958. Una de las más consultadas -previo pago de 10 libras (más de 12 euros), que así han tasado el morbo- es la de Lady Di, a la que los británicos no olvidan. Ella resume los años 90 donde los trajes de Versace y los bolsos de Dior aniquilaban las florecillas Liberty y reinventaban el glamur. Ella lo combinó con la prosa de las onegés y el desamor. Los británicos ahora quieren cotillear la letra pequeña: saber qué fue de su anillo de compromiso de zafiro y diamante o la Tiara Spencer, como si fueran de la familia, no en vano un gran porcentaje de los británicos ha soñado que tomaba té con su Reina.

Obsesivas néspotas

Le llaman “management de la excelencia”, e impera en los reglamentos de varias empresas asiáticas. Si una azafata derrama un zumo encima tuyo, su compañera la puede delatar por el bien de la compañía y será despedida, porque no se admite torpeza alguna. Hace unos días a la aún vicepresidenta de Korean Air (un chaebol coreano al estilo Samsung o Hyundai, donde “la familia” tiene cargos, privilegios y pasea todo tipo de arrogancias) le sirvieron unas nueces de macadamia sin emplatar. Cho-Hyun-ah actuó con la lógica de la excelencia: echando al supervisor al instante, aunque ello retrasara el vuelo. El nepotismo en el nuevo mundo reúne lo peor del viejo, pero además es formalmente miserable y hortera.

Siempre

Acabo el año leyendo a Kundera. En la solapa de La fiesta de la insignificancia (Tusquets), un retrato de Catherine Hélie que enamora. “Milan Kundera nació en Chequia y desde 1975 vive en Francia”. Así firman los clásicos en vida. El libro es un surrealista divertimento: viejos que beben, recuerdan a sus madres y observan a las chicas por la calle admitiendo que el centro de seducción ha pasado de los pechos, los muslos o el trasero, al ombligo, como muestra de la intrascendencia y el egocentrismo actual. Después abrí “La broma”, y allí está el joven Ludvick -tan joven Kundera- que por una boutade sobre el optimismo del régimen, cae en desgracia. Una ácida delicia. Los años pasan pero su prosa, cortada al vacío, ya es eterna.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *