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Primera página

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Se pueden contar los años recordando las casas en las que hemos vivido, los trabajos que nos han ocupado, la llegada de los hijos o las muertes que nos han arrugado. Son índices fiables, aunque a veces nos bailen las fechas, pues lo que importa no es tanto la cifra sino convocar la memoria, siempre caprichosa, que nos trae una imagen capaz de encender el resto, igual que el interruptor general de una habitación de hotel. También es un buen recurso recordar los fines de año: qué hicimos, dónde, con quién, si bailamos caracoleando la falda o nos acostamos temprano, atravesado por un carácter demasiado hosco para supersticiones. Apenas se dejan ver, pero siempre hay un chico triste, una mujer desesperada o un camarero abrumado entre quienes repiten la ridícula tradición de calzarse un cono por sombrero, soplar un matasuegras y bailar sonrosados la conga en trenecito.

Qué plácida embriaguez la de aquella inocencia con la que creíamos que terminar un año en verdad representaba algo importante, un punto final. Concluíamos un tramo de tiempo y estrenábamos otro, cuidadosamente, igual que un cuaderno inmaculado. Desde pequeños y hasta llegar a la sensatez brindamos con despreocupación ante la promesa de lo nuevo que estaba por llegar. Los humanos somos muy aficionados a los finales. Una suerte de ligereza nos inviste cuando acabamos cualquier cosa: desde un trabajo hasta un cumpleaños, una limpieza a fondo, abrir sobres o acabar el día; la bendita vida en posición horizontal.

Los fines de año son una fiesta de adultos: la pajarita deshecha a lo Paul Newman y los stilettos en la mano -como Audrey-, en el mejor de los casos. Apenas recuerdo los de mi infancia: la vajilla de Sargadelos, las uvas atragantadas, Martes y 13… Para eso servían los últimos días del año: para acostarnos tarde con un buen programa de televisión, y para que los niños chicos creyeran que por las calles del pueblo había sido visto el senyor dels nassos, que tiene tantas narices como días el año. Los adolescentes, en cambio, ponen mucho esmero y energía en celebrar esta fiesta. Tienen que mostrar su mejor rostro, sus esperanzas, sus fotos en Instagram. Su entrega podría tener equivalencia con la forma en la que los púberes muestran su cariño, que relataba Michel Houellebecq en una de sus novelas: cuando las parejitas están en público, rodeadas de sus amigos, se besan y acarician cinco vez más que cuando están solos.

No es de extrañar que hayamos alargado la adolescencia en busca de una huella memorable, de la luz de un faro, hasta que, sin pretenderlo, despertamos al amanecer del primer día del año, sin puntos y aparte ni tampoco finales pero con una luz blanca, de primera página.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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