Los portales de internet se han convertido en los nuevos oráculos de la psicología social, con sus pesquisas moderadamente creativas prestas a indagar acerca de los comportamientos humanos, en la mayoría de los casos con un claro fin comercial. El estudio Top Secret, elaborado por Lastminute.com, un portal de viajes y ocio de última hora, ha consistido en preguntar a 5.500 personas de seis países europeos cómo se comportan cuando tienen que guardar un secreto. Conclusión: a los españoles los secretos ajenos nos queman y, en cambio, somos quienes mejor guardamos los propios. Más de la mitad de los encuestados, el 56%, reconoce tener “algo que esconder”. Es más, aseguran que, de hacerlo público, la opinión que se tendría de ellos sería notablemente peor. Incluso que dicha revelación podría cambiar sus vidas.
Hace unos días el hijo adolescente de una amiga le comentó que todas las familias escondían un secreto, y le preguntó cuál era el suyo. “No creo que nosotros lo tengamos, pero me pareció curioso el concepto”, me contó la madre. Existe un momento en el que todos queremos hurgar en nuestras raíces: algunos bucean en su árbol genealógico e incluso en la heráldica. Otros husmean en cajones y baúles en pos de la escena universal del hallazgo de una misteriosa foto que le cambia a uno la vida, o se lanzan a esa búsqueda literaria tras una palabra furtiva, atrapada entre humos de habanos y manteles manchados de café, de una historia prohibida.
En el secreto que Jordi Pujol mantuvo 34 años -que ni siquiera compartió con su hermana- hay un hecho irresoluble: permanecer media vida con una mancha en la frente es algo parecido a convivir con una mentira que el propio embustero acabará creyendo. A veces porque el traje que creemos habernos hecho a medida a fin de envolver nuestra identidad tiene unas sisas demasiado anchas para nuestras espaldas, aunque insistamos en presentarnos con él para salvaguardar un secreto que emergería al desnudarnos. Y al que deberíamos responder desde la vergüenza, el desprestigio o el dolor.
Había algo en aquel Pujol del Parlament que no estaba escrito en el folio. Y era su herida abierta. Ni el mito forjado sobre el personaje, el del molt honorable ingeniero de Catalunya, ha resistido la confesión de su secreto, y de ahí esa respiración agitada y los alaridos. “El miedo de perder lo que uno no tiene o de no llegar a tener lo que uno persigue es lo que hiere, lo que da forma a la vida”, escribe Josep Pla en El quadern gris. La herida debe ser cauterizada, pero primero hay que anestesiar el impacto del secreto, el mismo que antaño se entendía como vida privada pero que hoy, afortunadamente, es vida pública.
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