Hay hombres que parecen personajes de novela, aunque nunca les ocurra nada excepcional; y en cambio existen tipos aparentemente anodinos a quienes les suceden asuntos que superan cualquier ficción. Aun careciendo de poses y mohines atormentados, son mucho más interesantes que los primeros, pero su apariencia ordinaria les resta prestigio social. Ya lo decía Oscar Wilde: el verdadero misterio está en lo visible, no en lo invisible. Ahora, las experiencias propias no son intercambiables. Es más, son inverificables. De ahí la brecha que aleja la teoría de la práctica y el deseo de la experiencia.
Las mujeres se sienten atraídas por el misterio masculino, aunque a menudo quedan atrapadas en el tópico. De nada sirven las advertencias de los gineceos domésticos en los que se destripa a los alérgicos al compromiso que siguen enamorados de su madre. Una suerte de fatalidad asalta al sentido común, y la atracción hacia una idea de hombre terrenalmente elevada pervive, incluso sin haber podido verificar su existencia, pues el amor no cabe en una hoja de Excel. Dirán: «¡Ah, el cine, con sus héroes irresistibles que lo mismo cantan una balada con voz ronca que andan como si jugaran al polo!». Esos hombres incorrectos que se dan aires de vaquero, por mucho que hoy en día nadie beba ya aguardiente y el desaliño represente un lamentable anacronismo. El ideal se agranda en la imaginación, pero en la realidad se convierte en un mal sueño. Ni la generación X, ni la Y, ni tan siquiera la Z, han podido escapar al perfil de seductor.
«Los seductores son como taxis con la luz verde que prefieren las carreras cortas, y la mayoría de las tías quieren una carrera larga, buscan el amor eterno. ¿Aún no te has enterado?», le decía un viejo a un joven en una laya del sur. Solo en las letras de algunas canciones se cuela la palabra «eternidad» relacionada con el amor. A pesar de todo, ¿qué sería el ser humano si no lo moviera un ansia de gran amor? Siempre habrá algo que se nos escape a los hombres y mujeres, aunque hayamos alcanzado una confortable velocidad de crucero. Hace años, al terminar una relación, escribí una carta de desamor, decir larga es poco, que terminaba con una frase absurda: «Prefiero ser álamo que bambú». Recibí su respuesta en una sola línea: «¿Qué significa lo del álamo y el bambú?»
Comentarios