No sé bien si hemos vuelto o nos han devuelto a la rutina. Hace años que el libre albedrío ha sido puesto seriamente en duda por la neurociencia. Activada de nuevo la maquinaria del sistema, parece que no hay tregua para seguir pensando, o mejor, creyendo en las musarañas. El jaleo diario, incluso en los pueblos, disipa la somnolencia y la promesa de encontrarse a uno mismo. Y los propósitos se van aguando, al mismo ritmo que el bronceado, porque tampoco estaban antes en nuestras vidas, y ya íbamos tirando. Aún más determinados que de costumbre por la teoría y la práctica económicas -el precio del dinero cae por los suelos; como ya sabíamos en vacaciones, Francia entra en recesión…- una onda expansiva invita a tomar conciencia. Se trata del mindfulness, como se denomina ahora a la capacidad de tener conciencia plena sobre el presente. La indulgencia va en los genes: dicen que en el espejo nos vemos mejores de cómo somos gracias a un mecanismo de supervivencia. Pero también el pánico está inscrito en el ADN. “Incluso cuando en apariencia las cosas van bien, tengo la sensación de estar en el filo mismo de la navaja, entre el éxito y el fracaso, entre justificar mi existencia y revelar que no merezco estar vivo”, escribe Scott Stossel en Ansiedad (Seix Barral), una narración lúcida y divertida de su lucha vital contra el gran mal de nuestro tiempo. El ruido mental abstrae y aísla. Conectamos el piloto automático para que dé órdenes al cuerpo sin enterarnos. Sobran las coartadas con las que podemos envolver nuestra impotencia. Decimos “no puedo con esto, o con lo otro” pero nos las vamos arreglando, como le sucedió a Stossel, que acabó rentabilizando su ansiedad con un best seller.
Puede que de todos los propósitos, el más sensato sea el de seguir viviendo algunos días como si fueran de agosto, porque, más que un mes, agosto es un estado mental, desocupado y pleno, acaso el único mes del año en el que no nos hace falta el piloto automático.
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