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Jaqueca universal

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Cada vez es más difícil salir de casa sin un analgésico en el bolsillo. A pesar de las alarmas sobre al abuso de ibuprofenos y paracetamoles -de los que, sólo en España, se venden cerca de 50 millones de cajas de cada uno al año-, las pesadumbres diarias, acrecentadas por las multiformes caras del estrés y la crisis, empujan a servirse de una ayuda para aliviar el malestar en un gesto lícito y compasivo con nosotros mismos. La fantasía de una pastilla que combata por igual la tristeza y la faringitis ha hecho mella en nuestra sociedad, donde las constantes noticias sobre el creciente consumo de antidepresivos alertan de la descompensación entre realidad e ideal. Ya no aspiramos a conseguir la fórmula de la felicidad: nos contentamos con un aceptable grado de bienestar que nos permita minimizar las inclemencias cotidianas. De ahí que la parafarmacia se haya convertido en uno de los sectores de mercado que más crecen. Y que nuestra obsesión por vivir mejor, desactivar malos hábitos y cultivar tomates en un huerto urbano haya alcanzado un elevado grado de experiencia y sofisticación.

Virginia Woolf se lamentaba de que poseamos un lenguaje rico para nombrar el amor, mientras apenas existen palabras para comunicar la fiebre o el dolor de cabeza. La propia descripción de esa niebla densa capaz de emborronar la visión que se esparce sobre las sienes no resulta demasiado atractiva para el lector, aunque la gran mayoría de los mortales nos reconozcamos en esa sensación de jaqueca pesante que nos impide mantener la frente erguida. En el siglo XIX, según cuenta la historiadora Joanna Bourke en The story of pain, el pionero de la homeopatía, Constantine Hering, proporcionaba una lista de adjetivos para ayudar a sus pacientes a verbalizar su malestar. Y les preguntaba si sus dolores eran pesados, palpitantes o punzantes… Todo un precursor del moderno cuestionario McGill, que trata de evaluar el dolor sistematizando su localización, intensidad o el tiempo que dura. En cambio, las dolencias y las enfermedades a menudo salpican el lenguaje del día a día: “Es como un cáncer”, se dice de algún fenómeno negativo que se extiende, banalizando una de las enfermedades que más inciden sobre la población. Y cuántas veces hemos escuchado decir: “Parece autista”, o “bipolar”. La ligereza con la que males tan funestos se esgrimen como metáfora, ofendiendo justamente a quienes los padecen, choca con la pobreza de imágenes que poseemos para profundizar en el malestar. El malestar invade y aísla, transforma el tiempo, enmudece; es fácil de imaginar y de sentir, pero imposible de compartir, y difícil de describir, aunque, al ponerle palabras, la sensación de control aumenta y el dolor palidece.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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