La ropa masculina asume su convencionalidad en época de profundas y sucesivas mutaciones. Porque el hombre del traje gris, ese estereotipo alumbrado en los años cincuenta, cuando los primeros brókers se hacían limpiar los zapatos en la Grand Central Station, ha devenido hoy en el hombre del jersey beige. Hace unos años se reeditó la novela de Sloan Wilson que acuñó dicha etiqueta, prologada por Jonathan Franzen, quien afirmaba: “Esta novela consigue capturar el espíritu de los cincuenta. El conformismo incómodo, la evasión del conflicto, el quietismo político, el culto a la familia nuclear y la aceptación de los privilegios de clase”. Valores que permanecieron como absolutos durante más de sesenta años, y que el desgaste social de una crisis enquistada ha erosionado: la gente sale a la calle, no le teme al conflicto; se cuestionan los privilegios de clase y la familia se ha pluralizado.
Aún así, el hombre del jersey beige ha emprendido su conquista planetaria. Sastrería industrial, o mejor dicho oficial, pero con patrones más sofisticados que los del sastre de Camps. Un carácter burgués uniformiza la debilitada eurozona: no es hora de extravagancias exquisitas. Aquellos políticos de UCD con trajes de Cortefiel son hoy populares o socialistas vestidos de Massimo Dutti y Mango, mientras que la izquierda escarlata compra las camisas en Alcampo. La pasarela palpita, la calle bosteza. Todo cambia excepto el aburrimiento.
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