Entre Magaluf y Formentor no sólo hay kilómetros de olivos y enebros, acantilados pardos, bofetadas de azul cián y huertos de coles, acaso una cortina invisible que separa dos espacios morales y dos visiones del mundo. La del cuerpo extraviado y la del espíritu reencontrado. Mis padres pasaron su luna de miel en la isla, y dieciséis años más tarde pisaba los mismos empedrados que había visto en el álbum de fotos, gracias a un encuentro de jóvenes poetas que participábamos en los Jocs Florals y recitábamos versos en la playa: Carles Torner y Alfred Bosch, entre ellos. Eso ocurrió hace mucho tiempo, entre las frutas libidinosas de Ábaco y la estela mítica de la librería Cavall Verd.
Después llegaron las fotos de la Mallorca de los celebrities y Marivent, de Claudia Schiffer y los Douglas en S’Estaca (este año no se les ha visto). La Mallorca de los artesanos y la cultural: los conciertos en Pollença o el Festival Chopin de música de Valldemossa. De Barenboim a Miguel Poveda. En sus calas, descansan desde la familia Swarovski, Alfonso Cortina, los Polanco o Plácido Arango hasta Madame Bettenncourt, que pasea despacio con sombrero de paja.
“Mallorca tendría que ser el Palm Beach de Europa”, me cuenta el empresario y presidente de la Fundación Macba, Leopoldo Rodés , que veranea junto a su esposa, Ainhoa Grandes, en la isla desde hace doce años. “Siempre les digo a los mallorquines que han vendido muy mal la isla. Mallorca posee todas las ventajas de la civilización y ninguno de sus inconvenientes. Pero hay dos Mallorcas, su imagen internacional sigue siendo la bloques de cemento, playas llenas y borrachera, pero un 60% de Mallorca es virgen; es la mejor isla de Europa”.
La misma mirada de Rodés atravesó la retina de Adan Diehl, millonario y poeta argentino. Cuando recaló en Formentor, padeció una suerte de síndrome de Stendhal: aquella belleza tenía que servir de refugio para artistas. Y con ese ímpetu levantó el hotel Formentor y los jardines tropicales que acogerían a almas elegantes en busca de nuevas palabras para nombrar la belleza. “Un lugar parecido a la felicidad”, dijo años más tarde Borges cuando le entregaron el Premio Formentor en un ex aequo de infarto: él y Samuel Beckett.
En el año 31, Francesc Cambó -y su colaborador, Joan Estelrich- organizaron la Semana de la Sabiduría ante la roca telúrica, con el conde Hermann von Keyserling empeñado en comunicar “impulsos vitales” en lugar de teorías. Allí estaban, entre otros, un joven Pla y el inevitable Gómez de la Serna. Aquellos fueron los cimientos sobre los que, en 1959, se iniciarán las Conversaciones Poéticas, sobre poesía y con la poesía. En los años cincuenta el hotel fue adquirido por la familia Buadas. Y nació el Club de los Poetas. Las fotos que recoge el libro Formentor. Una utopía posible ilustran el afán de modernidad, así como la huella de unos días de vino, rosas y letras, en los que mujeres elegantes con escotes halter fumaban Gitanes.
Cuando Simón Pedro Barceló adquirió el viejo hotel, era consciente del increíble legado cultural que acompañaba al mito. Había que devolver la voz a los poetas y darle a sus salones por los que pasaron Italo Calvino, Churchill, Le Corbusier o Rainiero y Grace un nuevo pulso. Con Basilio Baltasar al frente como presidente del jurado se reinstauró el Premio Formentor de las Letras en el 2011 (patrocinado por los Barceló y los Buadas). Este año, un jurado formado por Ignacio Vidal-Folch, Cristina Fernández Cubas, Eduardo Lago, Aurelio Major y Basilio Baltasar eligió a Enrique Vila-Matas, por la elegancia literaria con la que ha renovado los horizontes de la novela así como por inventar nuevos procedimientos literarios que le han valido un lugar de honor en la literatura internacional.
Hoy a las ocho, cuando en Magaluf y San Antonio comiencen los viacrucis autodestructivos, con su pachanga narcotizada, mamadings y balconings: cuando los veraneantes con abarcas paseen por Port Portals, y cuando las celebrities adoradas por los paparazzis, como Carlos Moyá y Carolina Cerezuela, posen con felicidad familiar para la foto, en el otro extremo, a resguardo de la Serra de Tramontana y de la sociabilidad elitista, Enrique Vila-Matas recogerá el Formentor en la cascada de verdes que le hizo llorar de joven. Y leerá: “Este 30 de agosto del 2014 se cumplen 50 años exactos del día de 1964 en que visité, con mis padres y mis dos hermanas, este hotel y, al caer la tarde y llegar la hora de irnos, en las escalinatas que escoltadas por cipreses descienden hasta el mar, inicié un movimiento de resistencia para impedir que dejáramos el lugar. Qué pudo pasar para que incluso llorara en las escalinatas? ¿Por qué tanta desesperación al oír que nos íbamos?”, se pregunta el escritor. Apunta que esas lágrimas pertenecían a la nostalgia del futuro: en la isla vivía Paula de Parma, a quien conocería doce años después y se convertiría en su mujer. Además de ese destello de belleza que roba el corazón de quien siente su flecha, en el cabo Formentor, una gamuza de neblina abre las cortinas que separan la realidad de la ficción.
(La Vanguardia)
Me gusta mucho leerte, Joana Bonet.
“Además de ese destello de belleza que roba el corazón de quien siente su flecha, en el cabo Formentor, una gamuza de neblina abre las cortinas que separan la realidad de la ficción.”
Wow!… mucho.
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