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El arte del conflicto

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Habitamos las escenas que nos procuran la fortuna o la deriva, el amor o el trabajo, y, en general, huimos del conflicto. Excepto aquellos que viven dispuestos a saltar como un tigre, que no temen al combate verbal ni emocional -sino todo lo contrario, les estimula-. La convivencia en sociedad implica un amplio ejercicio de tolerancia respecto a los otros. En la vida de una pareja, por ejemplo, para evitar el conflicto se postergan asuntos en los que prevalece un profundo desacuerdo: desde el trato con las familias políticas hasta la cronificada impuntualidad de uno de sus miembros. ¿Por qué convocar los discursos avinagrados, las palabras mal dichas e incluso algún que otro portazo como expresión visceral pero también simbólica para zanjar una conversación? En verdad, las sacudidas a la pobre puerta tan sólo transfieren a la carpintería la ira dirigida a la persona. Pero tal como nos recuerda uno de los filósofos del momento, Peter Sloterdijk: “La buena ira, según Aristóteles, es el sentimiento que acompaña al deseo de justicia. Una justicia que no conoce la ira es una veleidad impotente”.

La buena educación exilia a menudo a la verdad. Bien lo saben las mesas burguesas donde ni religión, ni política, ni dinero forman parte del guión. A fin de esquivar la confrontación, o ese momento abrupto en que dos empiezan a discutir provocando un enorme displacer al resto de comensales, nuestra cultura se ha acostumbrado a otorgar en público, aunque en privado se esté en desacuerdo. A sonreír con lo que en verdad le escandaliza, e incluso a no salir en defensa de un amigo cuyo nombre, en su ausencia, es mancillado. Ello forma parte de la conducta evitativa del conflicto, poco ejercitados como estamos en el arte de disentir (aunque pretendamos que nuestros representantes sean auténticos linces en ello).

Cuando no se trata abiertamente un conflicto, este se cronifica; y el estallido que genera es mucho más dañino. Kíev, Damasco, Caracas… Heridas sin cauterizar provocadas por luchas de poder enquistadas tras largos años de eufemismos, vanas esperanzas, alientos mediáticos y miradas a otra parte. La política es un arte milenario que pone en juego el conflicto, ya sea sofocándolo o, por el contrario, echando gasolina al fuego. Pero, ¿se nos ha enseñado a discutir con buen talante, a escuchar y razonar frente aquel que no piensa como nosotros? ¿Qué nos priva de llevar la contraria a un antagonista sin que ello altere nuestra percepción del otro como persona? En el caso de las mujeres, aún es más profunda la brecha: sostener una posición confrontada a la de otra mujer en público viene a ser algo parecido a la traición, mientras que en privado su nombre puede quedar reducido a piltrafa. No debería ser tan complejo diferir y refutar. Porque no afrontar un conflicto equivale a dejarse comer por la carcoma.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. Joana, me gusta lo que leo, me gusta lo que conocí de ti en una conversación rápida en el aeropuerto y creo que tenemos que hacer algo juntas sin duda.
    Ya cuentas con una lectora más, esta desde África

    muchos besos!

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