En poco tiempo, en la calle Hortaleza, en General Oraa o junto al Paseo de la Habana han desaparecido los hornos donde se doraban los candeales, los de nueces, pasas o variadas semillas. Recuerdo que al llegar a esta ciudad, hace ya más de dieciséis años, me sorprendí de la escasez de tiendas gourmet, además de gimnasios decentes. En Barcelona siempre hubo hornos golosos, con casta, y luego cadenas de panaderías con dulce y salado, unas mejores que otras. “El pan es uno de los productos mágicos con un precio asequible” dice Ferran Adrià en el libro “Locos por el pan”. Madrid que reventó en los noventa con gimnasios, flag-ship stores y panaderías artesanas, celoso y a la vez admirado del esplendor de Barcelona, cada vez con mayor ambición y menos complejo. Hoy, la hegemonía del Paseo de Gracia contrasta con la soledad de las aceras de Ortega y Gasset mientras por primera vez no habrá festival de jazz en el otoño de la capital –donde han actuado, en sus 29 años de historia, los más grandes– mientras que Esperanza Spalding actuará en el Palau. Una vez perdida la llave de los juegos olímpicos, con un pronunciado descenso del consumo, el tráfico aéreo y la oferta cultural, así como un sangrante recorte en la recogida de basuras, la ciudad pierde alegría, brillo y hornos de pan. “Madrid es un bache” –me dice un taxista (con permiso de Paul Johnson para utilizar este recurso un artículo)–: hay miles y no arreglan ninguno. Ni los de postín”.
Madrid es un bache
En Madrid también se cierran panaderías. No las de barrio de toda la vida, esos pequeños colmados que combinan la baguette con las chucherías y la bollería industrial (que curiosa adjetivación que en cambio no se aplica a los frankfurt), sino aquellos establecimientos nacidos con el arranque del nuevo siglo, tan europeos, que nos enseñaron a recorrer medio mundo a través de las más diversas formas de amasar la harina o el centeno. El pan es lo que la ternura a la infancia en el reino de los alimentos. Señalaba Morris en “El mono desnudo” que tenemos preferencia por la comida caliente porque simula “la temperatura de la presa”, vinculándonos a nuestro pasado de animales de rapiña. También existe una razón dictada por “la sabiduría del cuerpo”: los alimentos se calientan para ablandarlos. Pero, ¿por qué razón se calientan los blandos, y por qué sentimos tanto gusto masticando pan caliente? Acaso porque sabemos que es un placer fugitivo, que pronto se enfría. Mucho podría glosarse acerca de la mística del pan; también de la suerte de santuario en que se convierten algunas panaderías, y el reencuentro con la memoria del primer olor, ese acontecimiento de la infancia cuando se manda al niño, por primera vez, solo, a comprar el pan.
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Tiene usted toda la razón. Lloro de pena cuando vengo a Madrid
Sra. Bonet,
Imagino que sent de Lleida (informació publicada en la wikipèdia), podré dirigir-me a vostè en català.
He llegit el seu article d’avui dilluns 14 d’Octubre del 2013 de La Vanguardia, versió castellana, ‘Pechos que no venden’ en relació, entre d’altres, a la protesta d’activistes de la Femen a pit descobert.
M’ha fet impacte veure el títol del seu article (molt correcte, per cert), però de sobte he pensat si el seu missatge hauria d’anar dirigit a l’editor en cap del seu diari, ja que van incloure en portada la foto de les feministes protestant al congrés.
Suposo que la seva opinió deu ser contrària a la del seu editor, ja que un editor no posa una foto en portada si creu que no ven. En fi, imagino que per això vostè ha escrit el que ha escrit … per que no va en línia amb la editorial.
Bona sort!
Eduard Martínez
PD: Lamentablement, jo crec que uns pits encara si que venen…igual que el seu editor … i les de Femen també ho sembla…(per cert, cap comentari sobre l’abort … això si que em preocupa)