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Insoportables

Beth Hoeckel 2

La playa, la hamaca irremediablemente azul, un libro y el rumor de las olas que construye consonantes líquidas. Hasta que el megáfono del chiringuito anuncia una master class de zumba, y levanta de la toalla a una veintena de mujeres -ningún hombre- de entre 20 y 70 años dispuestas a mover brazos y caderas al ritmo de “vamos a gozar y bailar como locos en la playa”. Celebro su disfrute con ese baile que a mí me parece zafio, pero ¿por qué someten a sus decibelios a todo aquel que no quiere saber nada del zumba, y mucho menos con los pies en la arena?

Avanzar con la bicicleta por un paseo marítimo, a velocidad moderada, sentir la brisa de la tarde, y encontrarte con peatones que testarudamente siguen la línea del carril bici sin cuestionarse -hay señales en el suelo que lo indican- que aquel no es su camino. Es más, cuando les tocas el timbre, hacen aspavientos con las manos.

Los padres para quienes los mocos de sus hijos son invisibles, incluso si se los comen. No hay paisaje que cause más desamparo: un pequeño moqueando en la piscina, casi ahogándose en ellos, hasta el extremo de que el instinto te empuja a sonarle ante las narices de sus progenitores, que ríen tan agradecidos como ausentes.

Los que dicen guapi con tal despreocupación que acaban contagiándotelo en algún momento. O quienes en lugar de hacer una llamada, hacen una call, o de convocar a un artista lo hacen a un talent; titular es, para ellos, lettering; experiencia, expertise, y sus usuarios son free. También los que repiten sin cesar: monetizar, sinergias, cambio de paradigma. Y las parejas que el uno al otro se llaman papi y mami. ¿Cuándo, cómo y por qué olvidaron sus nombres?

Los dependientes excesivamente amables de marcas emocionales que se jactan de tener toda una filosofía de empresa “empática y proactiva”. Esos que te preguntan cómo estás hoy, sonríen con una amigabilidad fuera de lo común e insisten en hacerte la tarjeta de cliente aunque pierdas el avión… los mismos que, al despedirte, temes que te pidan una cita.

Las compañías aéreas en las que el espacio para la maleta no tiene por qué coincidir con el de tu asiento, y que, a pesar de tener vacíos algunos compartimentos más cercanos, no permiten que dejes allí tu equipaje porque esos asientos -esplendorosamente libres- cuestan más. Mandarán la tuya a la bodega, ese lugar desconocido que aterroriza a adultos y niños.

Me pregunto cuántas veces durante este verano, a pesar de la indolencia, de rozar el aire liviano y casi feliz, diremos: “No lo soporto…”. Probablemente sin conciencia de que nosotros mismos nos hacemos más insoportables, y somos los últimos en enterarnos.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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