Internet se considera un buen sitio para ligar, aunque sin demasiada reflexión sobre cómo cercanía y distancia se confunden hasta el extremo de enmascarar la verdadera identidad. Y no por principios, sino porque el ritual activa las teclas de nuestra esfera imaginativa. El tiempo de espera entre mensaje y respuesta, las frases cortas, el suspense, el cling del correo que trae el OK esperado y, sobre todo, el juego adictivo de flirtear atrincherado tras una pantalla, sin ver ni oler al otro, componen una nueva cartografía prometedora para editar un nuevo amor.
Las gurús en estos asuntos sostienen que los hombres le dedican mucho más tiempo que ellas e incluso mantienen varias implicaciones emocionales a la vez, mientras que las mujeres confiesan aficiones más convencionales, transmiten cierta pasión o entusiasmo al expresar sus principios y saben mentir lo justo y necesario. Porque un 80% de los consumidores de ciberligue miente, según un estudio de la Universidad de Cornell. Esas cosillas: edad, kilos, centímetros, asuntos de familia e incluso trabajos estupendos. Cuando Cupido se convierte en una puntocom, la química se sustituye por el algoritmo. Los solteros que practican suelen declararse cansados, agotados de tentativas infaustas. Pero lo más asombroso de todo es que, en el caso de quienes conocieron a sus parejas a través de un portal y han prosperado, abundan los que deciden confeccionar un relato diferente, inventar una nueva biografía para su nueva historia de amor: decir, por ejemplo, que se conocieron en un bar…
Nada como un buen bar, amigos, y cerveza.
Y cerveza. Y vino. Y el pintalabios en la copa. Y ese roce equívoco en la espalda de camino al baño para retocarte el pelo y añadirle un poco de perfume al cuello para que, al segundo roce, consigas que gire la cabeza. Y la música. Y el calor del bar. Y la textura de la voz. Y los olores. Los gestos del camarero. El ritmo del bar…Queridos bares.