Puede que al expropiar la palabra locura del lenguaje políticamente correcto, y sustituirla por enfermedad mental, se haya disipado parte del tabú que durante tanto tiempo ha acompañado esta afección. Actualmente, los etiquetados y tratados como locos son aquellos que cometen tropelías: audaces criminales, kamikazes y algún conquistador de un récord Guinness. En cambio, la palabra locura se utiliza como superlativo en la moda, la música o los deportes, a fin de expresar un estado de euforia que estimula y embebe los sentidos.
Tanto se ha ahondado en el estudio del cerebro como en el desesperado intento de acortar muros de incomprensión hacia los desajustes de la mente. Pero incluso cuando los antidepresivos de última generación circulan con fluidez, la confianza en los psiquiatras sigue siendo residual. Los hay que prefieren buscar más allá del fármaco y la psicoterapia cruzando mares metafísicos o esotéricos. Nunca se habían exaltado tanto los beneficios psicológicos del ejercicio como garantes del equilibrio como hoy, cuando la fragmentación de valores e identidades golpea sordamente nuestra calma. Pero, si el tratamiento de los trastornos mentales sufre aún el reparo social, con una aproximación temblorosa y cargada de prejuicios, ¿qué ocurre con los de los más pequeños e indefensos en una sociedad que se autoengaña pensando que la locura sólo es un problema de adultos?
¿Por qué en España la psiquiatría infantil no tiene categoría de subespecialidad médica? ¿Por qué ese atraso comparativo con el resto de la UE? Las cifras avalan la trascendencia del asunto: un 20% de los menores sufre algún trastorno mental, y está comprobado que en un 70% estas enfermedades se pueden diagnosticar en la infancia o la adolescencia. No siempre es así. Según la Academia de Pediatría de EE.UU., se ha registrado un dramático aumento de niños con bipolaridad. En Gran Bretaña, el Mirror contaba con su tinta amarilla cómo una niña -que sufría esquizofrenia sin haber sido diagnosticada- confesaba que las ratas le habían pedido que matara a su hermano.
Al intuirse un cortocircuito en la mente del niño, la travesía es solitaria y confusa desde el momento en que salta la alarma hasta que se inicia el tratamiento.
Existen muchas historias silenciadas de superación familiar, de lucha y también de éxito, experiencias doblemente dolorosas por el vacío existente en la sanidad pública, además de la falta de apoyos y la dimisión social. Las asociaciones como Affammma, del Maresme, no escatiman esfuerzos. Pero quienes quieren formarse en la materia tienen que salir al extranjero. Algunas fundaciones, como la de Alicia Koplowitz, conceden becas además de hogares para niños con trastornos y familias desestructuradas. No obstante, las repetidas promesas políticas de abordar esta asignatura pendiente han caído en saco roto. ¿Hasta cuándo?
En España se encuentra un placer especial en ir por detrás, practicando el famoso “no adelantemos acontecimientos” como una copla ineludible. Siempre es necesario que ocurra algún suceso conmovedor y desgarrado para que las autoridades consideren que hay que reaccionar para que no se repita. En cambio en los deportes parece que de un tiempo a esta parte nos gusta más ir por delante, alcanzar triunfos épicos. Será que somos los reyes del contrapunto y del swing y todavía no nos hemos enterado.
Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?