Decimos con naturalidad: bancos malos, hombres de negro, abismo fiscal o doloroso progreso, y la elección de los adjetivos informa sobre el desorden melancólico de estos tiempos. El lenguaje es un espejo que refleja cómo vivimos, nombrando las pieles muertas que envuelven el llamado tejido conjuntivo de la sociedad. “Una catástrofe se cierne sobre el orden alfabético, el único fiable hasta ahora” exclama Juan Diego, convertido en viejo profesor que va a dar una conferencia en La lengua madre, un delicioso y a la mortífero texto de Juan José Millás que se representa estos días en el Bellas Artes. Bajo una luz cenital, una pequeña mesa, unos folios, que a pesar de no verlos los imaginas machados, un traje demasiado grande y una magistral escenificación de la soledad animal. Palabras que conviven en la misma página del diccionario: lengua y lenguado, capitalismo y capón, o culpa y culo; las mismas que nadie, ni Marx, ni Franco ni la reina loca de Alicia, se han atrevido a desregular. “Las palabras son embajadoras de la realidad” dice Millás, y añade más: “el único tesoro que es patrimonio de todos porque lo hemos construido entre todos. Y eso significa que todos somos coautores, por ejemplo, de El Quijote, pero también de los discursos de Nochebuena del Rey”.
Pero el viejo profesor siente que el lenguaje ha sido secuestrado por una jerga urgente, la del cash flow. Que términos que parecían marginales, como desahucio, pobreza o austeridad, se hayan convertido hoy en familiares para la clase media. Y que no se expidan recetas contra la desesperanza porque a las palabras les ocurre lo mismo que a la vida, que se vacían.
La RAE ha admitido por fin términos como friki, okupar, sociata, emplatar y gayumbos, aunque en la calle se agiten apresuradamente otras sílabas embebidas del nervio propio de quienes aspiran a un “minijob” para “reinventarse”, un término que ocupa la mayoría de las cabezas de tantos que se obligan a ser “proactivos” para continuar sintiéndose “productivos”. Por ello, compra neologismos e inventa portmanteaux -como spanglish, o Brangelina– que demuestran la naturaleza clasificadora del lenguaje en busca nuevos contenedores para nuevos significados. Es una suerte que el orden alfabético, como exponen Millás y Diego, aún nos acompañe. Incluso que del pasado regresen duelos al sol como los de aquella España arruinada con harapo y espada, la que alumbró el Siglo de Oro, en la que dos poetas antagonistas batallaban por la idoneidad de los vocablos que vestían sus versos.
Vayamos pensando pues cómo bautizaremos la nueva belle epoque, la misma que en algún renglón perdido, huérfana aún de significado, nos aguarda.
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