Cuando varias personas de edad y procedencia diferentes coinciden en una recomendación sabes que estás frente a algo que ha sido capaz de mover una idea o arrancar un parpadeo maravillado. Y deseas que te dejen formar parte de esas afinidades electivas. Así me ha ocurrido con el libro El encantador, de Lila Azam Zanganeh, en el que argumenta que la felicidad de Vladímir Nabokov “es una forma singular de ver, maravillarse y captar, o dicho de otro modo, de atrapar en una red las partículas de luz que nos rodean”. Y le atribuye al célebre escritor ruso haber inventado un estilo que embellece la realidad gracias al lenguaje y sus trucos, recordando uno de sus más coreados imperativos frente a sus alumnos: “Acaricia los detalles. Los maravillosos detalles”.
Desde hace cuatro años tengo una historia a medio escribir congelada en una carpeta del ordenador, que debido al hecho de que una profesora se adentrara en la obra de un autor siguiendo un hilo tan arduo, discontinuo y a la vez absoluto como la felicidad, me vi obligada a descongelar. La historia trata de una larga conversación que mantuve con Antonio, quien fuera barman de Nabokov y su mujer Vera en el hotel suizo donde vivieron veinte años. “A ver si este fin de semana la termino”, me escucho decir a mí misma. Dicho bloqueo se ha convertido en uno de esos mitos personales que sin saber muy bien por qué dejamos suspendidos. Si hay algo que destaca en aquella reconstrucción de los rituales cotidianos de los Nabokov que me hizo Antonio fue el embellecimiento de la vida diaria y sus gestos, desde cómo relataba el paseo por los muelles del escritor para comprar los periódicos, hasta la educada lealtad con la que negaba que bebiera alcohol. “A veces me pedían que les subiera hielo”. ¿Hielo?, ¿no hemos quedado en que no bebían?, le pregunté aquella tarde feliz.
En el centro de las noticias, nada menos cercano a un sentimiento de felicidad sobrevuela diciembre. Empieza la campaña de Navidad, y este año más que nunca el clima de alegría impostada zarandea los andamios de una sociedad que se manifiesta por su nuevo escenario carencial. Según un estudio de Jennifer Lerner, de la Universidad de Harvard, cuando estamos tristes tomamos decisiones económicas erróneas basadas en nuestra desesperación, en la falta de análisis de la situación en la que nos hallamos y en la necesidad de conseguir un placer inmediato, incluso aunque nos perjudiquen a largo plazo. Un tic psicológico con serias implicaciones económicas y políticas. La investigación asegura que la tristeza nos hace miopes y torpes, dispuestos a dejar pasar futuras ganancias. Nunca hubiera dicho que el impacto de la melancolía pudiera llegar tan lejos, aunque ya nos alertaron que saber mirar y maravillarse, captar la luz, acariciar y hermosear el lenguaje, garantiza un parpadeo de felicidad.
Bon dia, Joana…
Els teus escrits són com la madaleneta que et regalen amb el cafè! Tot detall i alegria! :)
Hola Joana. Hemos publicado tu post en lugar preferente en nuestra revistilla: http://www.scoop.it/t/wfl-news Gracias.
Un saludo.