Mi hija mayor, que aún no tiene edad legal para beber alcohol ni permiso familiar para regresar a casa más tarde de las 10, recibió una invitación viral que la convocaba a la fiesta de Halloween en Madrid Arena. Afortunadamente, anda aún en el territorio ambiguo del nestea, ese en el que se desprecia lo que atrae, y como muchas preadolescentes rechaza los renglones torcidos, los rituales temerarios y los caramelos envenenados aunque no haya garantía de que un día acaben en sus manos. Que dure, pensamos algunos padres con resignado alivio, conmovidos ahora por el dolor de aquellos cuyas hijas entraron a bailar y salieron cadáveres envueltas en mantas.
Hubo muchas menores que sí acudieron a escuchar a Steve Aoki y su “noche tétrica”, de quien recomiendo ver algún vídeo en YouTube para hacerse una idea del sonido de fondo que, embutido en una multitud, es capaz de ponerte el corazón en la boca. Siete horas de luz y vatios endemoniados en una instalación municipal. “No nos pidieron el carnet en la puerta”, reconocían muchos. Las crónicas incluyen sobredosis, vómitos, puertas cerradas, pánico. La muerte electrónica. A falta de las investigaciones correspondientes, ya se ha invocado al fantasma de las tragedias en la discoteca West Balkan de Budapest o el Love Parade de Duisburgo en el 2010, donde se subestimaron los riesgos. En el lado de la vida errática, la tragedia sirve para cuestionar los modelos de ocio de una juventud cuyo adocenamiento y su deriva parecen tan consecuencia de su hiperactividad comunicativa como de su postergación social. Hablamos de una generación que nunca será tapón ni avanzadilla, cuyo destino seguro, hoy, es el de desvanecer su sueños triunfales y con un poco de suerte perpetuar su estatus de becario o largarse del país. Este horizonte con la negra etiqueta del no future -sin la falsa melancolía de los punkies de Brixton- planea sobre miles de jóvenes a quienes la vida les dice que, pese a todo, tienen la edad de divertirse. Demasiado blindados en la intimidad de sus habitaciones y sus redes -que, según reconocen, acaban por estresarlos-, poseen una percepción tan distorsionada de sí mismos como suele suceder en esa etapa en la que vivir significa experimentar. Por ello, en su cuestionado gregarismo, la masa tiene un papel crucial tanto para reforzarles como para permitirles borrarse en ella.
Mientras esos jóvenes bracean por dar sentido a sus días y sus noches, permanece la sordina de quienes se enriquecen engordando sus sueños, y anteponiendo el beneficio a la seguridad y la salud. Además de la fatigada responsabilidad parental que hace la vista gorda. En la próxima macrofiesta probablemente se pedirán carnets y se extremará la vigilancia, pero con el tiempo acabaremos por disolver el recuerdo de esta tragedia y se relajarán las alarmas. Hasta que una mañana despertemos preguntándonos cómo hemos podido meter a nuestra juventud en otra ratonera.
Hola Joana. He leído muchos de tus artículos y son realmente interesantes, amenos y sutiles. No es de cholulo que te escribo, es solamente por agradecerte entrar en mi para hacerme pensar sobre cosas de mujeres que me lleva a entender más sobre la vida y las mujeres. Un saludo.