Bruselas como sujeto -y la vicepresidenta de la Comisión y comisaria de Justicia, Viviane Reding, como complemento indirecto- aprueban una cuota del 40% de mujeres en los consejos de administración de las empresas europeas. “Ya está hecho”, confirmaba la política luxemburguesa desde su cuenta de Twitter mientras a líderes conservadores como Merkel o Cameron (con el apoyo de otros ocho Estados miembros de la Unión Europea) la medida les parecía de un paternalismo inaceptable en plena hegemonía del liberalismo, llegando incluso a poner en duda su legalidad. Si las empresas no cumplen serán sancionadas, asegura la nueva directiva comunitaria. Lo que no dice es que muchas compañías preferirán pagar las multas a sentar mujeres en sus plantas nobles con butacas de respaldo alto.
La realidad y los datos: sólo un miembro de cada diez es mujer en los órganos de administración de nuestras empresas, mientras que el 80% de los trabajos no remunerados los hacen las mujeres. La pregunta envenenada: “Me interesa tu opinión sobre las cuotas”. La respuesta previsible: no me gustan pero son necesarias. En una sociedad igualitaria no tendrían razón de ser, y mucho menos si los padres, maridos e hijos hiciesen suya la reivindicación de sus hijas, esposas o madres. Y es cierto que aplicarlas supone una discriminación positiva que intenta favorecer la igualdad de oportunidades más que la igualdad en abstracto, aunque en sí misma sea una paradoja. Pero a día de hoy representa una afuncionalidad que en un país en el que más del 60% de los licenciados son mujeres, el mapa del poder en la banca, la prensa o las universidades siga copado por hombres. Y que cuando una mujer logra presidir Hispasat o Prosegur sea noticia por excepcional.
Me cuesta creer que alguna profesional con vocación quiera ser la incompetente de turno que personifica la cuota. Es un papel triste y utilitario. Hablemos de igualdad de méritos, de currículum y preparación; y aún así, como demuestran métodos objetivos como las oposiciones -donde las mujeres arrasan por mayoría, salvo en la carrera diplomática-, la promoción a menudo sigue caminos inciertos. Porque, aunque prevalezcan el amiguismo o la astucia depredadora, la razón de que los hombres ocupen 9 de los 10 asientos de respaldo alto no depende de ellos, ni siquiera del sistema que ha hecho de lo masculino sinónimo de mainstream. Que las mujeres tengan confianza en ascender dependerá no sólo de su ambición, ni siquiera de si las condiciones laborales son propicias para la crianza de los hijos, ni de que haya más presidentas en el mundo, ni de las cuotas, sino de un arduo y solitario equilibrio entre la biología y la cultura.
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