Cuando subimos a un taxi, no siempre advertimos quién lo conduce. Apresurados, pegados al teléfono, perdidos en un lugar extraño, hemos aprendido a levantar un muro invisible para aislarnos desde el asiento de atrás aunque no siempre lo consigamos. Tan sólo una idea prevalece: llegar a destino con rapidez y eficacia. De sobra sabemos que en las sociedades hipermodernas se fracturó la línea del tiempo. Alteramos pequeños rituales que se nos atragantan, ponemos el piloto automático para cumplir con actos más triviales y ocupamos un lugar en la vida que oscila entre lo inmutable y lo inestable. Cuando el día se desparrama, la mañana presta aún a desplegar sus alfombras, y una cadena de abruptos ensucia su blanca hoja, el ademán de alzar la mano para parar un taxi resulta una promesa de alivio. Tomar asiento, aunque este permanezca aún caliente y con el perfume o el hedor del anterior viajero, cerrar la puerta y dar la dirección se ha convertido en un gesto universal que cuenta con una variada gama de grises. Porque hay taxistas que te hacen parecer un intruso y otros que te reciben como a un invitado; quienes te revientan los tímpanos con la radio y los que conservan su pequeño habitáculo a la temperatura de un congelador.
No hay historia urbana sin un taxi. El cine ha dado buena cuenta de ello con psicólogos de andar por casa como los de Almodóvar, justicieros como De Niro en Taxi Driver, costumbristas como los de las comedias all’italiana o excéntricos como el de Jo, ¡qué noche!. Y aunque el periodista Paul Johnson sostuviera que nunca debía citarse a los profesionales del volante en una columna, “al menos en cuestiones políticas”, cada día millones de personas en todo el mundo utilizan a uno de ellos como interlocutor para obtener información. De todo tipo. En cualquier ciudad del mapa, los taxis son un índice para medir su nivel de progreso y civismo. Una tarjeta de visita, una conversación sorprendente, un suceso lamentable.
Hoy, cuando lo público decrece, el taxi representa un interespacio a medio camino entre lo común y lo privado. Esto es lo que ha debido valorar el Ayuntamiento de Madrid al ultimar un proyecto de nueva ordenanza en la que se prohíbe que los conductores vayan vestidos de tarde de sofá. Considerados como correas de transmisión sociocultural, Ana Botella los quiere aseados, alfabetizados -será obligatorio tener la ESO- y sin chándal, justo cuando una encuesta nacional ha certificado que los taxis barceloneses -donde, por cierto, uno de cada seis chóferes es inmigrante- han desbancado a los de la capital del primer puesto en el ranking de mejor servicio.
El factor diferencial se agarra a un volante dispuesto a mostrar que lo que separa a los taxis class de los taxis cutres no es sólo una cuestión de dress-code o idiosincrasia, sino de buena educación y silencioso GPS.
Siempre te leo y siempre te sigo, pero hoy no me siento identificado con tus palabras. Siempre cuando subo a un taxi advierto quien lo conduce, nunca he levantado un muro invisible cuando me instalo en el habitat de otra persona y siempre he querido llegar menos rápidamente si éso significa estar más a gusto. Afortunadamente, siempre quiero pensar y, lo pienso, que cuando llego en algún sitio, lo hago como invitado nunca cómo intruso .
Me da miedo pensar que todas ésas cosas que escribes, pasen cada día más y que en el mundo dónde vivimos, la gente se sienta intrusa en la ciudad dónde vive y que se sienta obligada de construir ésos muros alrededor para protegerse. Intentemos repartir felicidad un poco más a menudo para que ésas cosas sucedan cada vez menos .