Aún y así, los cuarenta se venden hoy como la madura juventud, los treinta de antes, dicen. La edad en la que las mujeres lucen bien las joyas pero sin enterrar las minifaldas. Como Letizia, cuya percepción popular es bicéfala: si bien las encuestas del CIS indican un alto grado de aceptación popular de su figura, abundan los mentideros donde se la sigue presentando como la periodista ambiciosa del “braguetazo”, la que quiere reinar, inquisitiva y perfeccionista hasta la obsesión, la que no se habla con sus cuñadas, se retoca la cara cada semana, la que se ha raniajordaniado, no come y viste de baratillo. Además de esa voz tan voz miserable: “Lo de Urdangarin le ha venido muy bien a Letizia”, como si su rol dependiera de las tropelías de su cuñado. Lo advertía Unamuno: “La envidia es la íntima gangrena del alma española”.
Marcada desde el principio por su primera frase en Zarzuela -“¡déjame hablar!”-, la princesa de Asturias, a pesar de contertulios visionarios, no ha cometido errores; su imagen institucional en el exterior ha sido impecable, y en su pequeña parcela de actuación enarbola banderas que van desde el apoyo a la formación profesional hasta la lucha contra las enfermedades raras o el fomento de la lectura. La Casa Real estrena ahora su web con un objetivo único: la transparencia, consciente del debate acerca de su futuro, y del cartucho que representa la princesa para una monarquía en transición. Porque hace ocho años, Letizia Ortiz poco podía imaginarse que el estrepitoso escenario de sus cuarenta también sería el de su gran oportunidad.
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