“Por fin uno que no es un loco ni un trastornado, sino un malvado”, me dijo una colega cuando trascendió la noticia del caso de los niños Ruth y José. El retrato psicológico de su padre, José Bretón, difundido por la prensa a partir de su biografía y los informes psiquiátricos, lo ha perfilado desde el minuto uno como sospechoso, aunque no haya habido sentencia que describa con mayor precisión al personaje que la de Ruth Ortiz: “Todo el mundo que conoce a Bretón sabe que él no ha perdido a los niños y a los que no lo conocen se lo digo yo: él es el responsable de la desaparición de mis hijos”. Y se abrió un mundo con siete palabras: “Él no ha perdido a los niños”. Un hombre cuidadoso y obsesivo, autoritario y controlador, un hombre con ojos en la espalda y de “fría inteligencia” -muestra de cómo el lenguaje resulta impotente para diferenciar entre el mal impulsivo y el calculado al milímetro- escenificaba las reconstrucciones de los hechos con los ojos del pueblo clavados en los suyos. Sin desmoronarse, con gran ausencia de imaginación moral.
Los psiquiatras insisten en desligar locura de maldad, desalentando al instinto social que quiere alcanzar una explicación para determinar que las conductas más infames, como la del padre que presuntamente mata y quema a sus hijos en un acto de venganza, son producto de los defectos en la masa cerebral. De la locura, decimos, aunque la estadística demuestre que buena parte de los enfermos mentales son víctimas y no criminales. La humanidad necesita psicologizar al malvado, entender su disfuncionalidad, su acción desprovista del mecanismo inhibitorio que impide la agresión humana y garantiza la convivencia. Pensar que no distingue el bien del mal. También desea apartarlo del mundo, considerarlo un engendro, impedir que haga más daño; hasta el extremo de que muchos se cuestionen por qué la justicia, al castigar, perdona mientras la sociedad exige una pena verdaderamente aflictiva.
Bretón trazó un plan basado en el despecho: flores para su mujer, a quien nunca antes había regalado una rosa, ni en su aniversario; llamadas insistentes en busca de una respuesta que pudiera desactivar su plan. Transposición de responsabilidades, como si jugara al pensamiento mágico, olvidando que lo que estaba en juego era la vida de sus hijos: “Si responde a mi llamada y vuelve, correré a sus brazos; si no, los mataré”. Su conducta parece responder al patrón de la autorresistencia: ponerse a prueba varias veces en poco tiempo porque así hay más probabilidades de explotar. Su nudo negro parece ser, como para tantos otros maltratadores, el abandono de su mujer, un asunto psicoafectivo como larva del mal. Dicen que casi nunca hablaba de sus hijos. Que era intransigente y duro con ellos, y que apenas mostró compasión cuando desaparecieron. Considerarlo un loco es un auténtico agravio para los enfermos mentales. Un (presunto) criminal abyecto, eso es lo que es.
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