Existen pocos vocablos tan antipáticos para definir un estatus laboral, por lo que creo que parte de su mala fama se debe a la propia palabra: una traducción literal del francés —fonctionnaires— que se introdujo con el Estado liberal, en el XIX. Su razón de ser consiste en «hacer funcionar» un modelo administrativo, y aunque en algunos lares se utilice servidor público como sinónimo, a menudo se invierten los papeles, convirtiendo al ciudadano en servidor y al funcionario en demandante intransigente. Y es que hace tan sólo un año hubiera sido impensable escuchar ese baño de compasión en la calle, ese «¡pobres funcionarios!».
En España, sus connotaciones negativas proceden del retrato robot de un ser perezoso y apático que alarga el cafelito de la mañana, se muestra impertinente desde su ventanilla y a la hora en punto se levanta de su silla aunque arda Roma. Pero, además de los oficinistas, el 43% de los funcionarios tienen otro apellido profesional: médicos, profesores, bomberos o policías. La mayoría ha conseguido su plaza por méritos y con transparencia, mediante oposiciones; y a muchos de ellos además del sueldo les mueve la vocación. Sus reivindicaciones no han estado tan acotadas a la defensa de sus estatus como a denunciar las carencias y trabas que imponen los recortes. La media española, en relación con la UE, no es desproporcionada ni en número de funcionarios ni en sus sueldos. Sí lo es, en cambio, la percepción ciudadana de que emanan un sudor disolutivo. Allá los veneran, aquí hasta ahora eran detestados, aunque a menudo como efecto de una exagerada metonimia: la parte por el todo. Porque no son ellos, en verdad, los que atropellan el presente detrás de su mesa, sino la maldita burocracia, esa carga que asciende a 46.000 millones de euros, el 4,65 % del PIB, dispuesta a convertir, en plena era digital, cualquier trámite en sudoku. Y que no recortan.
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