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El club de los billonarios


Canosos y bronceados, con gafas de cristales azulados o variaciones de Ray Ban; los ojos pequeños igual que dos chinchetas, tan inquietos como sus cuentas suizas; la voz ronca, casi inaudible. «Acérquense ustedes, yo no levanto la voz. Que grite este si quiere», dijo Flavio Briatore, dirigiéndose al intérprete, en la presentación de su nuevo club marbellí. Porque tanto él como los Abramovic, Trump o Hilton pertenecen a ese tipo de ricos que sólo levantan la voz cuando el champán está caliente. No se trata de una especie en extinción, pues su vigor no entiende de crisis ni de formalidades y éticas. Mientras abren sus generosas alforjas para la familia y amigos, mandan a sus gorilas por la puerta de atrás para dejar las cosas claras con quien se haya atrevido a toserles. Su séquito está acostumbrado al maltrato psicológico, y en lugar de rebelarse, aguarda propinas de billetes verdes o lilas que estos hombres a los que el dinero ha convertido en seres paranoicos reparten para limpiar la culpa y poder dormir en la paz en su dormitorio blindado con permiso de armas.

Además de sus guardaespaldas, cuyo componente estético cada vez es más importante a fin de establecer castas entre los otros intocables, los acompañan mujeres que, a pesar de la voluptuosidad de sus curvas y de sus labios perfilados, no logran arrancarse el mohín de fastidio: de nada importa que sus brillantes sean proporcionales al tamaño de sus tetas, ni que en su alienante ociosidad traten a sus mascotas como bebés y a sus bebés como mascotas. Y aguardan en silencio un par de posibles destinos: los brazos de otro millonario o el psiquiátrico.

Hace unos días, por azar, vi salir a Mr. Eurovegas del hotel Mandarín. Bronceado y sonriente, exudando poder e intriga y escoltado por una decena de hombres que paraban el tráfico y hacían fotos a los edificios del paseo de Gràcia con gran concupiscencia. La estela de Adelson y su dejarse querer trae consigo el cascabeleo del dinero vomitado por los sofisticados milloncetes de Las Vegas. Al igual que las mansiones donde los grifos gotean oro y el servicio lleva trajes de Raph Lauren gozan de una gran aceptación en ¡Hola!, la exhibición de la riqueza se muestra tan impúdica e incorregible como antes de la gran hecatombe. Porque hace unos años, los billonarios con ansia de mostrar sus billones resultaban personajes pintorescos, en el mejor de los casos. Hoy representan los restos del naufragio, y aunque rayen en la obscenidad y los consideremos puro vintage, no sabemos si es preferible que se escondan o que paseen sus excesos con absoluta transparencia para recordarnos que esta crisis no es la crisis de todos.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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