¿Por qué la gente, después de criticar a alguien, de poner de manifiesto su reprobación y su desagrado, siente una especie de bienestar? Sí, me refiero a una sensación placentera de aquellas que incluso hacen aflorar un movimiento de mandíbula, como si la boca se hiciera agua, acompañado de un aire de falsa dignidad. Repasemos la escena: entre dos o más personas se produce la chispa de complicidad propia de quienes empatizan gracias a un hilo brioso, aunque endeble, que les permite poner verde a quien no les escucha. Ni asomo de mala conciencia, acaso una leve sombra: «Igual estamos siendo injustos…», dicen. Siempre hay una voz más alta, la de quien limpia culpas y ratifica argumentos para estimular el regocijo, pero sobre todo para sentir una gozosa autoafirmación. Porque en definitiva ese es el principal beneficio de la crítica ajena. Quedarse tan satisfecho como después de comer un risotto. Nada que ver con la autocrítica que te aherroja y te encoge para luego engrandecerte.
El chismorreo venenoso que se vierte sobre el vecino va creando un espacio común en el que resulta fácil desproveerlo de atributos. Al inicio se tantea, con ciertos miramientos, hasta que el interlocutor asiente y entonces ya no hay piedad que valga. La estructura siempre suele ser la misma: una minúscula circunstancia da pie a poner un nombre en el centro de la mesa, como a un pavo. Pero antes de trocearlo y deglutirlo, se exponen los hechos tal y como se explica una receta. Y al igual que cuando uno lleva una escayola descubre la cantidad de gente escayolada que hay en la vida, quienes empiezan a criticar perciben que algo les une, aunque sea la insidia.
Los alemanes poseen una palabra para representar la derivación de la crítica más ruin: schadenfreude. El término se ha adoptado como cultismo en muchas lenguas, acaso por la imparable inclinación humana hacia eso que la cultura popular española resumía como «alegrarse del mal ajeno». Y es que hoy, la schadenfreude está presente en el orden del día. «Le está bien merecido», dicen los criticones con postiza beatería sobre aquellos que tenían mucho y se quedaron sin nada. La tendencia malsana a criticar y regodearse en los fracasos ajenos demuestra, según varios estudios, una autoestima por los suelos. Pero también implica un «ya lo decía yo», esa imperiosa necesidad de llevar razón, de caminar por el sendero correcto y de ser respetado. Veamos si no cómo Alemania secretamente se regocija de nuestra asfixia financiera o de cómo a España le produce alivio que Grecia esté en la cola. Cierto es que una sociedad madura necesita de una red capaz de neutralizar la envidia latente y de compadecerse ante la desgracia ajena. Porque hay formas de criticar que casi son liberadoras, peccata minuta, pero quienes se frotan las manos ante la estrepitosa caída al abismo de su propio país, eso hay que hacérselo mirar.
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