Leyendo a David Bainbridge en The Washington Post me entero de que las orcas tienen la menopausia y que sus vidas son un buen reflejo de las nuestras. Viven mucho, son comunicativas y se desarrollan lentamente. Con sus técnicas para conseguir comida u organizarse evidencian unas capacidades sobresalientes después incluso de haber dejado de reproducir. Bainbridge asegura que la madurez en los humanos también es un periodo de desarrollo: la edad productiva en la que se acumula experiencia vital y se goza de energía y buena salud. «Los múltiples roles de las personas de mediana edad en las sociedades humanas son tan complejos y están tan entrelazados que podría decirse que son los seres vivientes más impresionantes producidos por la selección natural». Ni jóvenes adultos ni maduros rejuvenecidos, «biojóvenes», denomina la psicóloga Carmen Freixa al fenómeno de los cuarentones y cincuentones con cara de redbull, que sortean la flacidez y las manchas en la piel amparados por una industria que se apresta a buscar los elixires de la juventud. Pero más allá de una resignación optimista acerca de las pequeñas miserias corporales, en la mitad de la vida hay que expurgar la lamentable autocompasión y dejar de decir de una vez por todas esa vulgaridad melancólica de «nos hacemos viejos».
Nos hacemos viejos
Te dices «sólo es un pliegue». Lo coges entre dos dedos, en forma de pinza, para examinarlo como si no fuera tuyo y te pellizcas hasta que duele. Lo combates mentalmente, aunque no tienes demasiado claro cómo destruirlo. Sabes que transitas ya por los años en que la grasa ya no admite prórrogas y, como la política, busca insistentemente el centro, siempre alrededor del ombligo. Ahí está la edad en que hay que cambiar hábitos, el meridiano de tu biografía. Un tiempo en que las mujeres van dejando de ser reproductivas y los hombres acomodan su calvicie ante el espejo. Tiempo de vista cansada —magnífico eufemismo que aporta tintes heroicos a quien ha visto mucho— y de botellas de vino escogidas. De madrugar más y mejor, desayunar con cariño, admirar el aroma de lluvia y de pino o sustituir el café por tisanas —de la rooibosmanía a las flores de jazmín, que en agua hirviendo se abren con una voluptuosidad casi pornográfica—. Sabes que los bancos saben que te quedan menos años para pagar una hipoteca y que las aseguradoras te exigen que aún seas capaz de hacer el pino. Y es que a pesar de que el progreso haya prolongado la esperanza de vida, y no dejemos de repetir que los 40 de hoy son los 30 de ayer y así sucesivamente, como si le hubiéramos ganado a la vejez una década, la percepción del declive se te pega como un chicle debajo de la silla.
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…en la mitad de la vida hay que expurgar la lamentable autocompasión y dejar de decir de una vez por todas esa vulgaridad melancólica de «nos hacemos viejos».
Sí, porque pasarte un tercio de la vida queriendo ser mayor, otro tercio queriendo ser joven y el último tercio constatando que te haces viejo…es un sinvivir.
Y ya poniéndonos en plan filosófico pues se podría decir aquello de que envejecemos desde que nacemos, como cualquier fruto que madura en el árbol, como los higos que se agrietan. No diremos que la arruga es bella, al menos no en nuestra piel, pero ¿qué remedio nos queda salvo intentar engañar al tiempo con cirugía estética y a nosotros mismos con la convicción autoimpuesta de que la tisana sabe mejor que el café?
La efímera belleza del cuerpo siempre nos hizo buscar otra menos volátil. Pero ¿es real esa otra belleza buscada o es tan sólo una tisana que sustituye al café?