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Esos franceses aburridos

Ese espejo de la Francia que tanto ha encandilado. Bien articulada en femenino a pesar de las bravuras marsellesas, las veleidades de aquellos greñudos misóginos que dejaron su huella en Saint-Germain o el rusticismo provenzal al estilo Monet. Los franceses pronuncian la palabra macho y se les llena la boca, predispuestos a seguir idealizando la pasión. Colorean bien con el vino y el salchichón. Con el arrojo y la mediterraneidad, arrinconando la flema del norte en la Rive Droite. Vean si no a Sarkozy pidiendo el cuerpo a cuerpo con Hollande: «Póngamelo delante», reclama, augurando un duelo al sol. Aunque no parece suficiente su napoleónica energía, ni sus artes cortesanas, frente al zeitgeist que hoy invade Francia: ahí está la indolencia de la vieja dama europea, ese je m’en foutisme que tanta distancia marca entre las cosas y el amor. O entre la vida y el Elíseo. Pero que acaba por acudir en tropa a las urnas.

Lo que aquí entendemos por desafección o desapego de la política, los franceses, con su inclinación natural a una sinceridad sonora e insolente, lo llaman aburrimiento, ese gran enemigo de la felicidad. Ennuyant, dicen, tan dados a dividir las conversaciones y las personas entre interesantes o ridículas. La opinión pública gala acusa tedio ante unas hojas de ruta que bracean por gobernar. Y ahí están los extremos. Por un lado, el grito de guerra de Marine Le Pen cala incluso entre los jóvenes apolíticos que la identifican como «antisistema». Por otro, el orador Mélenchon quiere refundar la izquierda, apasionadamente. Pero este extrotskista con campaña ascendente no ha logrado desvincular su discurso de la pandilla de radicales que se agazapan tras él. Cierto es que la crisis pasa factura y excita las fantasías populistas: Le Pen enciende la idea de un gobierno asistencialista —que no social— pero sobre todo aguerrido y ultranacional, que debe independizarse de Europa, mal de todos los males. Y Sarkozy, un traidor ideológico para muchos que lo votaron en el 2007, radicaliza el discurso de la seguridad, el control de la inmigración y el chovinismo, aunque secuestrado por la hermética hucha de Merkel.

Era previsible que en la primera vuelta ganara Hollande. Pero hacía 17 años que no se producía el milagro, alumbrado además en plena debacle de la socialdemocracia. «Es una posición que me honra y me obliga», ha declarado Hollande, «el blando». El caballero que dejó pasar primero a su exmujer, Ségolène Royal, porque parecía menos aburrida que él, y a quien la incontinencia de Strauss-Kahn le cedió la silla, por fin, después de quince años de tramoyista, ha acabado saliendo al escenario para acallar tanto exceso de pasión. On verra.

(La Vanguardia)

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