En nuestro diccionario, el que pagamos entre todos, el de la RAE, ocurren cosas como estas: gozar: «Conocer a una mujer carnalmente» —definición de la cual se comprende que el individuo que tiene las cualidades consideradas varoniles puede gozar, sí, pero sólo si entra en contacto carnal con otra—. En cambio marujear no implica la necesidad de recurrir al lesbianismo: «Tener comportamiento de maruja», esto es, de «ama de casa de bajo nivel cultural», pero sí cuestiona la sexualidad de los hombres que marujean —haberlos haylos—, excluidos del verbo. Pero la simple definición de hombre, según me han referido muchos varones —en especial aquellos a quienes les impresiona la sangre, tienen miedo a las arañas o cambian de opinión como suele hacer la gente inteligente—, de tan excelsa, resulta amenazante: «individuo que tiene las cualidad consideradas varoniles por excelencia, como el valor y la firmeza». Cierto es que la condición masculina se confunde con lo humano como una categoría sin fisuras, mientras que en lo femenino siempre hay un matiz de incompletud. El lenguaje nos vincula y nos representa, y a menudo se ha esmerado en reciclarse para que en aquello que nombra no subyazca degradación ni injusticia. Ya hace demasiado tiempo que ellos pueden ser fáciles o zorros a mayor honra, mientras que ellas mejor evitarlo; además, del riesgo de ser consideradas lobas, panteras, leonas, focas o víboras, analogías mucho más perversas que tiburones, gallitos o toros. En cuanto a la definición de mujer: «que tiene las cualidades consideradas femeninas por excelencia», no hay sustantivos que las expliciten. En ese silencio del diccionario subsiste un espíritu añejo. No quiero imaginar qué cualidades invocan los académicos y subyacen en la estructura profunda de la definición: ¿ternura, curvas e instinto maternal? ¿Hemisferio izquierdo del cerebro más desarrollado o incontinencia urinaria?
El sexismo sigue regio en el diccionario, acaso más que en la calle. No me refiero al extenuante desdoblamiento os/as, que cuestiona el uso del masculino como género inclusivo porque invisibiliza lo femenino, ni a esas intromisiones malsonantes de miembras, personas becarias y demás ocurrencias, aunque las filólogas reivindicativas aseguren que también sonaba mal abogada cuando sólo había abogados. Hace unos días los miembros de la Real Academia han suscrito un informe contra las guías sexistas: «No es sexismo, es lenguaje», sostienen. Vaya por delante un aplauso, por el detenimiento e interés que ha concentrado el asunto, y ojalá más allá de la pataleta —porque, aseguran, el intrusismo feminista se ha colado en los renglones lingüísticos— sirva para revisar aquellas definiciones que huelen a alcanfor.
En Francia, el Gobierno acaba de atender una vieja reivindicación de las mujeres: que la soltería deje de ser un grado. Se acabaron las mademoiselles. Ya no habrá distinción en los formularios de la administración pública entre señoras y señoritas; estén casadas o no, todas serán señoras. Vean si no cómo en España se utiliza el término: cuando una mujer es ejemplar, se dice que es toda una señora. Cuando no alcanza tal grado, no es que sea una señorita, sino una petarda e incluso una choni. El señoritismo femenino tuvo buena cobertura en el nodo. Nada que ver con las mademoiselles emancipadas, como Mademoiselle de Scudéry, que escribía bajo el nom de plume de Safo. Ahí está aún, impreso en los perfumes, el nombre de Mademoiselle Coco. Porque hubo un tiempo en que las ancianas solteras de ochenta años eran mademoiselles, y si eran ricas o célebres, se merecían la mayúscula. Algunas eran, además, brujas: «Mujer fea y vieja», dice la RAE. Mientras que los brujos, ah, esos hechiceros con poderes mágicos…
Se defiende la RAE diciendo que es el uso del lenguaje el que lo hace sexista, no el lenguaje en si mismo. Pero yo me pregunto que ha sido de aquello de que el lenguaje es un fiel reflejo de la sociedad al que pertenece. Tal vez sea cierto que esté exento de culpa, el lenguaje y que las transformaciones deben ser sociales, para ser reflejadas, más tarde, como indicas, en el lenguaje, en su uso. A la inversa puede ser mucho más costoso y abrir debates que nos evaden del foco real del problema.
Cuando era pequeña (hace casi medio siglo) acompañe a mi madre al médico; en la consulta, la enfermera llamó a una paciente: señora, esta contestó ofendida ¡Señorita por favor que mi trabajo me ha costado! (¿Eso era virtud!!!?)
Cuando tocó a mi madre le llamó: señorita, a lo que ella contesto sonriente: ¡Señora que mi trabajo me costo encontrar a mi marido! (era triunfo social?!!)
Desde luego las definiciones y los usos, ni que duda cabe que tardan mucho en hacerse sociales para pasar al diccionario.
¡Felicidades como siempre…Señora!!
Lo añejo es ser tan sexista. Creer que en todo somos y debemos ser iguales. Eso, amiga mía, es falso. Ni somos iguales ni debemos serlo. Sólo en derechos y deberes.
La RAE que decepción !! Ya tienen el coco comido por las polillas . Sus definiciones son propias de esas gentes que viven hacinadas ,en la mas absoluta promiscuidad. Pero ellos no son catedráticos ni señores de la Lengua Española. ¿Vale?