Millones de niñas sueñan cada día con un hechizo, un vestido de color rosa y un caballo blanco. El príncipe, en realidad, es lo de menos; de hecho, apenas aparece en sus juegos aunque su presencia —casi siempre al final del cuento— haya causado gran revuelo en el mundo de los adultos. Tanto desde lo políticamente correcto como desde una perspectiva crítica —la que ha intentado darle la vuelta a los clásicos de los Grimm convirtiendo a Caperucita en una niña deslenguada o al lobo en un pobre bicho asustado—, se argumenta que lo más nocivo de los cuentos de hadas radica en el ideal de dependencia que proyectan. La incompletud de los personajes femeninos, que sólo puede remediarse con la intervención de un caballero salvador, amplificando la vulnerabilidad de las princesitas y glorificando un romanticismo tan venenoso como la manzana de la madrastra.
Pero en los cuartos de juego, lo más significativo es la escenificación del cuento en sí mismo: el vestido como contraseña para acceder a un mundo mágico; el castillo que imprime una atmósfera misteriosa y, sobre todo, la pasión por el papel de princesa, una palabra polisémica en la más tierna infancia. Ni de lejos la idea fuerza la aportan los príncipes sino los personajes secundarios. Vean si no Blancanieves, uno de los clásicos eternos que ahora vuelve a la gran pantalla con Julia Roberts de madrastra y Lily Collins en el papel principal (y en junio, en una versión más punki, con Kristen Stewart y Charlize Theron). Hay imágenes en este cuento que producen mucho más sobresalto que el beso del príncipe: cuando la madrastra le habla al espejo, el heigh-ho de los siete enanitos (un modismo anglosajón que expresa cansancio y que en castellano perdió todo el sentido) y la manzana envenenada, que simbolizan, respectivamente, la envidia, la rutina y el engaño.
Hoy la palabra princesa sigue vendiendo. Lo saben la monarquía británica y la factoría Disney, que se ha forrado con sus muñecas cursis, pero también con las más marginales como Mulán, Pocahontas o Tiana, que rompió con el llamado complejo de cenicienta buscándose la vida y abriendo un bar con su pareja. Pero ni las princesas tradicionales ni las más diseñadas son tan alarmantes como los mensajes que envía cada segundo nuestra sociedad hipersexualizada. La misma que se echa las manos en la cabeza ante la rosificación de los grandes almacenes mientras no deja de insinuarse en los platós acentuando la frontera entre lo naif y lo procaz. La inocencia es un valor a la baja, porque ¿quién la defiende y la alienta? No basta criticar con remilgos la tradición de los tóxicos cuentos de hadas sin advertir el efecto espejo que producimos entre los pequeños, como si en verdad quisiéramos que se parecieran a nosotros en lugar de parecernos un poco más a ellos.
Qué acertada reflexión.
El padre de mi hija se preocupa porque ella juega a ser Rapunsel o Campanita, cuando su juego está cargado con la candidez propia de la infancia.
En cambio, a mi me preocupa que después de ver una caricatura en la televisión, ella se quede estresada y cargada con la violencia que se promueve. Sobre todo porque las condiciones de nuestros países empeoran cada día más respecto a la seguridad social.
Gracias por su artículo.