A medida que se va ampliando la grieta entre el mundo exterior y el mundo interior de tal forma que los límites se hacen más rotundos, descubrimos que ya no existe un tiempo que antes nos pertenecía. Sí, aquellas horas elásticas en que la amistad nos ayudaba a crecer y a paladear la alegría. Nos decimos: «A ver cuándo quedamos…»; también confesamos, entre la disculpa y la declaración de intenciones, que aunque no nos frecuentemos el vínculo y el cariño son imperecederos, que «nuestra amistad es para siempre». Habita en nosotros un sistema de necesidades geométrico. Difícilmente se aprende a bajar peldaños o a desactivar el sentimiento de retribución, pero a través de las palabras podemos crear mundos posibles con la ilusión de controlarlos. En ese «tenemos que vernos» que a menudo cruzamos con los amigos añorados, esos con quienes celebramos afinidades y afectos pero que ya dejaron de ser parte de nuestro paisaje cotidiano, se concentran el látigo de la nostalgia y también del anhelo. El de un tiempo compartido y enhebrado por tardes ociosas y responsabilidades livianas; el mismo que regía la comunidad hasta que cayeron las murallas y todo se hizo más escurridizo. Entonces el tiempo se fracturó, y perdió su lógica a pesar de que la tierra sigue girando alrededor del sol. Nos fuimos complicando, cargando las agendas, pagando seguros, resolviendo conflictos, luchando contra un ardor llamado ansiedad o insomnio, leyendo menos, comiendo más, acortando las tardes con los amigos. Pasamos de ser hijos a padres, para regresar de nuevo a ejercer de hijos-padres con nuestros viejos. La muerte empezó a saludarnos de cerca, aquella que, como decía Benedetti, de muchachos tan sólo era una palabra y pasó de charco a océano cuando «ya le dimos alcance a la verdad».
Pero en la casilla de los deseos, como ha venido demostrando el ser humano desde los orígenes, una querencia sincera empuja al reencuentro con los amigos. La vida moderna ha conseguido que el trabajo —o su falta— domine nuestras vidas reduciendo drásticamente la dedicación a los afectos. Francis Bacon no podía resumirlo mejor: «La amistad duplica las alegrías y divide las angustias por la mitad». Existen varias modalidades de amistad: la interesada, que hoy se ha impuesto como una auténtica transacción social; la estética; la compasiva; la ética, esa que a menudo sólo podemos contar con los dedos de una mano. Y la amistad virtual: cada español cuenta con una media de 143 amigos en las redes, y uno de cada cuatro internautas reconoce que tiene más relación con sus amigos a través de la pantalla que en persona. Algunos son amigos de postín, otros, personas que despiertan cierta simpatía para comunicarse e intercambiar fotos, recuerdos o emociones. Se critica mucho la inconsistencia del amigo virtual, y cierto es que a muchos ni los conocemos. En mi caso, cada vez que se me acerca alguien diciéndome que es mi amigo en Facebook me entran palpitaciones, porque a menudo me enfrento a una incógnita. Pero reconozco que una que vez el tiempo se nos ha hecho añicos, ese ancho bulevar digital proporciona un guiño, un «me gusta», adelante, te sigo. Evidencia la testadurez de querer mantener el roce, aunque lejano y a veces ficticio, la predisposición a sociabilizarnos a pesar de que muchas vidas sean un búnker.
A los verdaderos amigos del alma no les mueven otros intereses que el de celebrar la vida a sorbos o a tragos, para que nada parezca más intocable que esa sintonía llamada camaradería. Porque existe algo de festivo y a la vez terapéutico en el reencuentro que alimenta y fortalece las debilidades. Pero en verdad, cada vez pesa más la nostalgia de cuando no contaban las horas para los amigos, y éramos inadvertidamente felices.
Vivo siempre a diez mil kilometros de mis afectos de antaño, mientras voy sembrando amores duraderos allí donde me encuentre; no me molesta ni asusta en absoluto la arista semi ridicula del uso telenovelesco de esa palabra, amor, es lo único que me interesa llevarme de la vida , no hay más.
La semana pasada estaba en Nueva York, y encontré a varios amigos, pero fundamentalmente a un amigo del alma, una de esas personas en las que germinó la semilla otrora sembrada. Creo que en las personas nuevas que conocí también quedará algo, auqnue lo más probable es que no nos volvamos a ver facilmente.
Ahora estoy en casa de unos aigos en Oregón, curtiendo la amistad a base de trabajo de sonrisas de reuniones ásperas.
Atesoro la fantasía más que el deseo, de que un día nos podamos juntar todos en una gran conmemoración de la vida, de la amistad, y yo pueda dejar aparcada la abulia que me aslta en los ya obligados períodos de abstinencia, y pueda llenarme sin prnoia, sin cerrojos, sin alimentarme de mis uñas, de todo el flujo de amor posible.
Gracias Joana una vez más.