La belleza es un sistema complejo y también dinámico, aunque sus cánones, desde la segunda mitad del siglo XX, poco hayan variado más allá de las declinaciones de estilo (minimalismo, androginia, hiperfeminidad y toda esa jerga que utilizamos en la prensa femenina). El progreso, eso sí, ha logrado que sea más fácil que nunca ser atractivo. Y el buen aspecto es un indicativo de salud física y mental, de empatía propia de quienes se dejan mirar complacientes.
Que hoy vivimos más apegados que nunca a la imagen lo demuestra el hecho de que un político se injerte pelo o una política se quite arrugas y ambos sean noticia de portada. Y no de portadas de revistas del corazón sino de periódicos serios. La nueva imagen de María Teresa Fernández de la Vega llegó a ensombrecer la creación de su fundación Mujeres por África. Al mismo tiempo que el culto a las vanidades desembarca, cada vez con más páginas, en los periódicos, la fascinación y la denigración de la imagen nos dan una medida del tipo de sombra que proyectamos. Según postula Catherine Hakim en Capital erótico, un libro mediático que viene precedido por la polémica, «el interés de los hombres por el sexo eleva el capital erótico de las mujeres y puede conferir a estas una ventaja en las relaciones sociales». Hakim, entrevistada por Lluís Amiguet en La Contra, señalaba que incluso en las relaciones profesionales hay que dejar implícita una promesa sexual. Un regreso al pleistoceno: saca tus armas de mujer, repite esa caída de párpado y no olvides las medias de rejilla. Tantos años intentando ahuyentar el prejuicio de que cuando una mujer llega alto es porque se ha acostado con su jefe, y ahora nos vienen con esas. Cierto es que el buen aspecto ha dejado de ser letra pequeña, e incluso hoy es requerido para trabajar de limpiadora. Pero existe un asunto mayor que no incluye esta teoría del capital erótico: ¿acaso la psicología moderna no se ha cansado de repetir que el atractivo es importante, sí, pero no tanto para encantar serpientes como para gustarse a uno mismo? En esto Hakim tiene razón: «Los feos son unos perezosos».
Ya lo cuentan en Le Petit Prince: Cuando el sabio se vistió de gala, el público escuchó su teoría y le aplaudió.
Son las reglas de la vida que por lo visto prevalecen, sin embargo creo que también es verdad que con la belleza no se come; es decir te ayuda, pero no te garantiza ni un puesto de trabajo, ni una pareja, ni el cariño y el respeto de la gente.
La primera impresión es fundamental, pero luego hay que pasar al contenido y además mantenerlo.
¡Muy buen artículo como siempre!
Allegro.