Sostienen algunos teóricos, como el polémico Fumaroli, que las artes y las letras se han doblegado al Estado y que forman parte de un culto político: una cultura de Estado. Otros siempre han despreciado la cultura popular y el calificativo de masas, aunque no todos los que detestan los best sellers comparen las macroexposiciones con parques temáticos o desfiles de moda, segregando lo cuantitativo de lo cualitativo. Los románticos otorgaron a la idea de cultura su marchamo identitario, aquello capaz de cohesionar a la gente en un todo, productos de espíritu. Y los gobiernos han tenido que gestionar estructuras delicadas de archivos, bibliotecas, museos, teatros, libros, bellas artes y premios nacionales para proteger el llamado bien común. Ahora, el PP acaba de anunciar ante el estupor del sector que se carga la dirección general del Libro como tal (la fusiona con Industrias Culturales), mientras que Bellas Artes se complementa con Archivos y Bibliotecas.
A primera vista, ciencia y cultura han recibido posiciones secundarias en el nuevo Gobierno. No dudo del ahorro que significan estos recortes, pero tampoco sé hasta qué punto representan la desafección por esa especie de cenicienta política que es el conocimiento. El ministro Wert y el secretario de Estado Lassalle han sido llamados a ocupar una silla caliente que ha solido quemar a sus titulares, con la quijotesca misión de combatir la ciberpiratería, defender el nuevo canon digital y ahorrar.
Estos días se habla de posible fuga masiva de cerebros; de los 600 millones de euros en recortes a la investigación científica; de los 200 millones en RTVE, que cuestionan el actual modelo; de los 485 millones en Educación y Cultura. Y esto ocurre en unos tiempos en que el arte se ha introducido en la vida interior de los españoles, cuando ha vuelto a repuntar la lectura y las pequeñas editoriales deslumbran a las grandes, y cuando ni un antidepresivo es capaz de actuar igual que la cultura, como estímulo y bálsamo en el frío invierno del 2012.
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