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Pan y circo

Una mujer frente a un cuadro. Es capaz de materializar la sombra de su soledad. Parece no haber nadie más allí, entre su mirada y el lienzo, aunque el ala Sainsbury de la National Gallery esté abarrotada. La silla de ruedas acaso otorga más intimidad al ángulo. Pasan más de diez minutos mientras voy cambiando de plano: a ratos observo el cuadro, otros a la mujer, hasta que ambos me parecen indivisibles. Admirar la versión original de la Vierge aux rochers de Leonardo ya no sería lo mismo sin ella, que, a su vez, la mira con recogimiento. Con una atención como ausente, casi respirando el cuadro. En verdad pienso que más que contemplándolo lo está sintiendo, viviendo la aporía de cómo Da Vinci explora la apariencia de las formas y su sensorialidad. Nada que ver con ese ir y venir ligero por el museo sin ánimo de beberse la exposición, sólo un leve coqueteo. El hecho de que sea imposible conseguir una entrada para contemplar la magnífica muestra londinense confiere más solemnidad al acto. Las colas ya no sólo se hacen en las embajadas, en el Inem o en las administraciones de lotería, también en los museos. Enormes filas de gente desde las siete de la mañana en Trafalgar Square, con pasamontañas y anorak, aguardando en silencio su heroico turno para entrar en el templo. Pero lo noticiable no sólo es que el arte se haya convertido en un fenómeno de masas, ni que los museos madrileños hayan batido sus propios récords de visitantes –el Thyssen, con 2,9 millones, el mismo número de personas que en el 2010 pisaron Santa Maria del Mar; mientras que la Sagrada Familia, el monumento de pago con más afluencia de público en Barcelona, contó con 2,3–. La noticia es que el arte se ha convertido en un rito social que inviste de un beneficio simbólico a aquel que lo consume.

Sostienen algunos teóricos, como el polémico Fumaroli, que las artes y las letras se han doblegado al Estado y que forman parte de un culto político: una cultura de Estado. Otros siempre han despreciado la cultura popular y el calificativo de masas, aunque no todos los que detestan los best sellers comparen las macroexposiciones con parques temáticos o desfiles de moda, segregando lo cuantitativo de lo cualitativo. Los románticos otorgaron a la idea de cultura su marchamo identitario, aquello capaz de cohesionar a la gente en un todo, productos de espíritu. Y los gobiernos han tenido que gestionar estructuras delicadas de archivos, bibliotecas, museos, teatros, libros, bellas artes y premios nacionales para proteger el llamado bien común. Ahora, el PP acaba de anunciar ante el estupor del sector que se carga la dirección general del Libro como tal (la fusiona con Industrias Culturales), mientras que Bellas Artes se complementa con Archivos y Bibliotecas.

A primera vista, ciencia y cultura han recibido posiciones secundarias en el nuevo Gobierno. No dudo del ahorro que significan estos recortes, pero tampoco sé hasta qué punto representan la desafección por esa especie de cenicienta política que es el conocimiento. El ministro Wert y el secretario de Estado Lassalle han sido llamados a ocupar una silla caliente que ha solido quemar a sus titulares, con la quijotesca misión de combatir la ciberpiratería, defender el nuevo canon digital y ahorrar.

Estos días se habla de posible fuga masiva de cerebros; de los 600 millones de euros en recortes a la investigación científica; de los 200 millones en RTVE, que cuestionan el actual modelo; de los 485 millones en Educación y Cultura. Y esto ocurre en unos tiempos en que el arte se ha introducido en la vida interior de los españoles, cuando ha vuelto a repuntar la lectura y las pequeñas editoriales deslumbran a las grandes, y cuando ni un antidepresivo es capaz de actuar igual que la cultura, como estímulo y bálsamo en el frío invierno del 2012.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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