«Me tienen envidia porque soy rico, guapo y un gran jugador», dijo CR7 en un acto de impúdica autoafirmación. En las distancias cortas, Cristiano Ronaldo sigue siendo el mismo hombre que sus exabruptos en el campo y mira por encima del hombro alejado de cualquier código social, incluso de la más rudimentaria cortesía. Su latoso ego no parece tener nada que ver con el escudo que levantan muchos personajes para protegerse de la fama, sino con el desentendimiento y la incapacidad para corresponder a la curiosidad o incluso admiración. En el retrato de sí mismo que alimenta día a día, Ronaldo se muestra como un hombre frío y orgulloso, un pobre niño rico que no posee ni un ápice de empatía. Pero es que, en los últimos años, el crack Ronaldo ha sufrido lo peor que puede sucederle a un genio: vivir a la sombra de otro más grande que él. Las leyendas de históricos segundones son una buena metáfora de la infeliz ambición: Mozart y Salieri, Shakespeare y Ben Jonson, el ajedrecista cubano José Raúl Capablanca —«aprendí a jugar antes que a leer»— a quien el reflexivo y aristocrático Alekhine nunca pudo vencer. O Joe Frazer, un campeón duro y correoso, que vivió hasta el último de sus días más amargado por el legendario Mohamed Ali que por el cáncer de hígado que le mató.
En los años sesenta, en Francia, se llegó a hablar de anquetilistas y poulidoristas. El calculador ciclista Anquetil lo ganaba todo, pero Poulidor, campesino, educado y humilde, contaba con el favor del público a pesar de representar al eterno segundón. Messi combina el espectáculo en el campo con la humildad fuera de él pero, a diferencia de Poulidor, gana títulos. Eso sí, achina los ojos como el francés sonriendo con un candor admirable siendo como es el mejor futbolista del mundo.
Y cuando escupe al contrario? Y cuando pega pelotazos a la grada