El vigilante de la sala parece un hombre tranquilo que mira a un punto fijo mientras Pedro Almodóvar, subido a unos tacones, y Fabio McNamara, con una chaquetilla de torero, cantan y chillan desde una pantalla gigante. La escena pertenece a un programa de La edad de oro, emitido por TVE. Y hoy forma parte de la nueva colección permanente del Centro de Arte Reina Sofía: De la revuelta a la posmodernidad (1962-1982). Veinte años en los que nos hemos hecho mayores a pesar de la omnipotencia infundada por el horóscopo, los yogures y las hormonas. Le pregunto al guardia si está entretenido. Me responde que ya son demasiadas repeticiones de la actuación como para interesarse mientras podría estar pensando: «Estas mamarrachadas». El número, musicalmente rudimentario, se deja admirar.
Sorprende la irreverente frescura de aquellos modernos ochenteros, cuando, hace veinte años, dos hombres maquillados como mujeres en un escenario resultaban una provocación. Nada que ver con el prefabricado Marilyn Manson. La rebeldía era tierna, una pose frente al aburguesamiento que escapaba de los guiones clásicos. Un «que nadie nos diga cómo tenemos que gastar o malgastar la vida». El sentimiento más pujante ante la magnífica colección del museo orquestada por Manuel Borja-Villel procede de la evidente defunción de la neovanguardia. Aquello que fue tan rabiosamente novedoso hoy es antiguo; aun así, conserva la tozudez de provocar, la obsesión por ser absolutamente moderno.
En la sala, la alarma de seguridad del muro de Sol LeWitt, un gorgojeo, se confunde con los trinos de las cotorras —vivas— que protagonizan una instalación del grupo Tropicália y el visitante camina sobre arena de playa, en el centro de Madrid. No hay distanciamiento con la obra sino una desdramatización: no busques más allá del ahora, «lo que ves es lo que hay», un encuentro físico con el arte que desplaza la figura romántica del artista. La gente, más que mirar, se queda pensando, como si intentara desentrañar un jeroglífico. Hasta que percibe el grito que se amaga detrás de cada obra.
«Los sesenta son algo más que la patria del inconformismo, son la plantilla comercial de nuestros tiempos, un prototipo histórico para la construcción de máquinas culturales que transforman la alienación y la desesperación en conformismo», escribe Thomas Frank en La conquista de lo cool. El libro llega a España más de una década después de su publicación, aunque su tesis sigue vigente: la revolución contracultural incentivó al mercado y provocó el nacimiento del consumismo moderno con un claro mensaje: «Si quieres ser único, compra lo mismo que los demás». En publicidad, hay ejemplos de cómo la transgresión se ha ido convirtiendo en docilidad: desde los eslóganes para que fumaran las mujeres, bien reflejados en la cuarta temporada de Mad men, hasta las canciones contra la guerra de Iraq en los anuncios de Nike. O Lennon, Dylan o Marley, que continúan sonando con ecos protestones, sólo que ahora envolviendo a mujeres de Madison Avenue. No hay más que ver la última iniciativa de El Corte Inglés: una planta dedicada al arte para vender obras a plazos, a fin de que todo el mundo pueda lucir un buen cuadro en casa y pagarlo como un electrodoméstico.
Toda revolución cultural que se levanta para matar al padre e instaurar un arte puro acaba acomodándose y es adoptada como signo de estatus una vez que se ha desvanecido su vigencia. Incluso el espíritu asambleario de los indignados ya se ha contagiado y sirve para vender tarifas planas, eso sí, con épica: «La gente ha hablado y esto es lo que nos ha pedido», dice la voz en off de Telefónica, jugando con fuego.
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