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‘Viuda Negra’

No me extraña que Ridley Scott esté detrás de la historia. Ahí está Patrizia Reggiani, que tras trece años en presidio por encargar el asesinato de su ex marido, Maurizio Gucci, acaba de anunciar solemnemente su decisión de no querer salir de la cárcel porque tendría que trabajar, asunto tan vulgar al que no ha dedicado «ni un solo día de mi vida». Retumban los ecos del Príncipe de Salina de El Gatopardo, la dolorosa estampa de la decadencia incapaz de adaptarse a la realidad convulsa dejándose morir entre las lámparas de cristal de sus esplendorosos salones. Como Patrizia y su célebre sentencia: «Prefiero llorar en un Rolls que ser feliz en una bicicleta». Hoy, con una Italia arruinada y las cuentas de Europa agonizando, esta mujer, suspendida en un tiempo en el que la alta burguesía paseaba por la galería Vittorio Emanuele con sus armiños, protagoniza uno de los titulares más políticamente incorrectos e inoportunos. No existe mayor oxímoron para un ser humano que negar su propia libertad por las consecuencias que esta comporta. Tampoco existe mayor obscenidad. Pero Reggiani ha decidido encarnar los restos arqueológicos de un mundo tejido de servidumbres y privilegios que hoy sonroja al más esnob, y cuya existencia tan sólo es tolerable entre las oligarquías de algunos de los llamados países emergentes.

La historia de la también apodada Viuda Negra contiene argumentos folletinescos: despechada y divorciada del heredero de Gucci, la firma que acaba de cumplir noventa años vendiendo mocasines y bolsas de viaje a los ricos, urdió el crimen cuando él acababa de vender la empresa por 500 millones de dólares. «¿Cómo iba a encargar este asesinato sin sacar ningún beneficio?», declaró con un proverbial sentido común asegurando que había sido víctima de una historia de magia y mafia. Inspirada por una vidente, Giuseppina Auriemma, organizadora del crimen junto a un portero de hotel y un sicario siciliano, Reggiani fue considerada autora intelectual de cada una de las tres balas que acabaron con la vida de Gucci una mañana milanesa de 1995. Hoy por hoy, las autoridades aseguran que el comportamiento de la convicta ha sido impecable, y hasta tal punto se ha habituado a las rutinas carcelarias que prefiere seguir allí para regar sus plantas en lugar de trabajar en un restaurante etnochic del centro (aunque lo que en verdad merecería es ajustar tornillos en la Fiat). A la mismísima milla de oro de Via Montenapoleone, acude Patrizia, de 63 años, aprovechando su permiso semanal para demostrar hasta qué punto es adictivo el lujo, incluso para quien sólo puede lucirlo entre rejas. Reggiani representa la otra cara de Bartleby: ella también prefiere no hacerlo. Mejor quedarse en presidio y no tener que enfrentarse al mundo.

Cuánta melancolía, además de absurda ridiculez, encierra la historia. No es poco habitual hallar su esencia entre los has been, los que un día fueron alguien. Aquellos que pasaban delante de cualquier otro en la cola de un restaurante, los que recibían constantemente invitaciones y se hacían de rogar. Los que siempre tenían una maleta de Vuitton a punto para salir de viaje a cualquier hora. «No soporto los aviones, sólo los privados, mi marido me malacostumbró», me reconocía hace poco una aristócrata española, también viuda, empeñada en viajar por Europa en Rolls-Royce porque ya no hay jet. Cada época tiene su Gatopardo, la extinción de los privilegios, las excentricidades y abusos de una clase que despreció la tosquedad del mundo y encarnó la quintaesencia de la exclusividad, con abultadas cortes, pensiones vitalicias, dineros en Suiza y blindajes diamantinos. Claro que hoy muchos nuevos ricos son nuevos pobres.O patéticos resistentes en un mundo de excesos que agoniza. Moralmente desahuciados, que prefieren ejercer de muebles de esplendoroso desván.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

Un comentario

  1. Susana Susana

    Fantástico relato! Inspirador desde luego, para un buen cineasta ;-)

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