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La república independiente

Anoche soñé que habíamos cambiado de gobierno. Nada de partidos políticos ni de coches oficiales, ni rastro de trajes y corbatas. Vivíamos en la República independiente de Ikea y nuestros gobernantes era unos tipos sonrientes que se movían en bicicleta. Tenían despachos abiertos, una mesa en una esquina con la foto de sus chavales rubios, y escribían lemas en una gran pizarra para darnos los buenos días, cosas como «aún queda mucho por hacer, un futuro maravilloso». En verdad, estábamos entusiasmados. Nuestros hijos tenían una simpática guardería gratuita, los funcionarios de ceño fruncido se habían convertido en empleados-psicólogos ataviados con una camiseta amarilla, y todos estábamos tan atareados que el paro era una sombra lejana que acaso nos visitaba en las horas tontas.

El ministro de Bjursta, el de las mesas comedor, y el de Ringkär, los grifos, no dejaban de repetir: «Do it yourself». Y en verdad se nos acumulaba el trabajo. Para montar el país teníamos que estudiar unas simples instrucciones que a los de letras nos entretenían mañanas enteras. Eso sí, cuando por fin lo lográbamos, las cargas de serotonina nos arrobaban de tal forma que sólo pensábamos en ir a por más cajas. Todos hablábamos idiomas, empezando por nuestro presidente. Se pagaba bien, aunque nadie se acercaba a los astronómicos 8,6 millones de euros que ganó el año pasado el presidente de Telefónica, ni a los 2,25 millones anuales que perciben los presidentes de grandes empresas como Repsol o Iberdrola; tampoco rozaban los sueldos ni disponían del patrimonio que ostentan algunos ex cargos políticos que siguen cobrando por los servicios prestados. En el país no había mileuristas, tampoco existía el dinero negro y los ciudadanos pagaban lo que correspondía a Hacienda, como en toda república escandinava que se precie. Los diputados cobraban según su productividad, igual que todo el mundo, porque no era lo mismo montar sillas Norrnäs que lámparas Aläng. Los lemas de la república: claridad, simplicidad, trabajo conjunto, motivación, diseño, humildad y bajos precios, funcionaban de forma ejemplar. Incluso nos podíamos permitir una donación de 43 millones de euros al campo de refugiados de Dadaab, en Kenia, superando las ayudas de España o Francia.

Los niños se sorprendían de que en otro tiempo se hubiera gobernado según el color de la ideología en lugar de conducir el país como una empresa, y también de que antes se pagara más al director de un casino que a un presidente del gobierno. Pero de repente apareció Almodóvar anunciando una nueva etapa «austera y sobria, que aunque parezca lo contrario sí va con mi carácter». Empezamos a pensar que algo pasaba si incluso él se volvía austero; de hecho, los maestros ya nos habían advertido de cómo solían acabar los mundos felices. Y entonces, desde el lado de la realidad, sonó el teléfono.

(La Vanguardia)

Publicado en Mi Smythson

Un comentario

  1. Este es un buen artículo para despertar la llamada para todos político.

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