Partamos de una constatación. Casi todos los conflictos sociales y los discursos éticos extraen de su chistera una palabra mágica, un comodín que adquiere forma de herramienta multiusos para remediar los más variados males: educación. Frente a la violencia, el machismo, la xenofobia o el analfabetismo televisivo que nos saca los colores, aparte de la consabida falta de valores, no hay otro concepto que llene la boca de tanta certidumbre: «Esto sólo se puede arreglar con educación», se dice.
Ahora bien, la educación sólo ocupa los telediarios cuando llegan las tijeras. De maestros y profesores solemos reseñar sus largas vacaciones. Y en nuestra cultura instalada en la desconfianza y la queja se ha perdido el respeto que antaño se tenía a quien transfería conocimientos y, sobre todo, una hoja de ruta vital, fieles a la raíz de su significado: educar deriva de conducir. En los países con mayor excelencia educativa, los mejores de la clase son orientados a la enseñanza; vocación y talento son las premisas sobre las cuales coreanos o finlandeses seleccionan a sus docentes.
Recortar en educación es recortar en futuro y perpetuar el retraso social. Mientras las fortunas españolas continúan su veraneo impasibles a los ejemplares gestos de los ricos franceses o alemanes, que por iniciativa propia insisten en pagar más impuestos, aquí la urgencia para evitar el rescate reduce el déficit público adelgazando el gasto social.
Antes del golpe constitucional, llegó la noticia del cierre de guarderías en Catalunya. Para muchas parejas, y especialmente para muchas madres que no pueden permitirse un centro privado, la medida significa un recorte a su libertad, no para ir de copas, sino para poder trabajar. Por otra parte, la alegalidad planea en un sector que debería ser extremadamente escrupuloso: dada la demanda, siguen abiertas guarderías sin licencia municipal y sobre las que pesan órdenes de cierre. Los recortes también afectan a las escuelas de música, de idiomas y, en Madrid, de forma contundente, a la enseñanza secundaria. Me fascina el estilo Aguirre: hace unos meses proponía una educación de excelencia para los más brillantes y ahora amotina a profesores recordándoles que la mayoría de los madrileños trabaja más que ellos y, con su proverbial cordialidad, redondea la asfixia políticamente correcta: «Les envío a todos un fuerte abrazo».
Pésimas noticias para la ecuación entre fracaso escolar y desempleo juvenil. La adquisición de conocimiento nunca decepciona. Es refugio e isla, es la habitación propia de Woolf y también un trozo de Arcadia, un atajo para ver el mundo y encontrarse a sí mismo. Y es el mapa de un tesoro llamado saber que ahora, según parece, sí ocupa lugar. Adelgazar la educación significa engordar la ignorancia. ¡Y luego hablan de intocables!
Pues eso, mi comentario es no hacer comentarios, ya lo has dicho todo. (acabo de descubrirte en Twitter)