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Aquellas moderneces

Según el Victoria and Albert Museum, el posmodernismo es historia. La retrospectiva inaugurada la semana pasada en Londres, «Posmodernismo: Estilo y subversión 1970-1990», pone el acento en el sentido lúdico, iconoclasta e ininteligible de una corriente que lo mismo ha bebido de Marcel Duchamp y del pop que de Le Corbusier y Madonna. Los calificativos elegidos tienen mucho sentido porque la posmodernidad, como parodia de la modernidad, antepone el estilo al contenido, la forma al fondo. O mejor dicho, el fondo fue la propia forma para los primeros que osaron desintelectualizar la aproximación al arte o a la literatura. Ahí está su carácter subversivo, aún incompresible. Algunos confunden posmodernismo con moderneces. Pero en verdad, el posmodernismo quería barrer el pensamiento único; desacralizar los templos bendecidos por el clasicismo reinterpretándolos al amparo de lo alternativo. Edward Docx publicó este verano un convincente análisis del tema en el que reseñaba la ruptura entre Virginia Woolf y los Amis y Auster, o entre Picasso y Cézanne y Andy Warhol y Willem de Kooning. «Fue un movimiento de gran fuerza que buscaba romper con el pasado, y que lo hizo con gran energía. El resultado fue una nueva y radical permisividad. El posmodernismo era una revuelta con mucha energía, un ataque, una estrategia para la destrucción». A España llegó rezagado en los ochenta, sepultado por el exceso de maquillaje y disfraz de la tan manida movida.

El sobreestilo, el sinsentido y, de forma especial, la irreverencia hacia la tradición, marcaron el estallido de una nueva manera de ordenar el mundo que sustituía talento por originalidad, erudición por marketing y artesanía por diseño. ¿Les suena? Barcelona se moría por instalar en sus bares los taburetes más incómodos del mundo, eso sí, con firma en la esquina, mientras Juli Capella y Quim Larrea se encargaban de sumir la ciudad en la transgresión formal; invitaban a Ettore Sottsass o Ingo Maurer a la Primavera del Disseny y montaban fiestas en el Velvet, donde resucitaron los labios dalinianos de Mae West. Bendecida por aquel ímpetu, la moda, que en España siempre había sido un asunto de modistillas, pudo ocupar alguna página cultural del periódico. Y en las facultades de Filosofía empezó a leerse a Lyotard y Baudrillard, quienes argumentaban que no existía una única manera de entender el mundo. En el artículo de Docx se argumenta que del pensamiento collage, de lo histriónicamente formal, se regresa ahora a los valores, al trabajo bien hecho, a lo que el ensayista denomina «era de la autenticidad».

Pero, ¿no ha superado Lady Gaga a Madonna en posmodernidad? ¿Y qué podemos decir de Damien Hirst o Jeff Koons, con su arte provocador, para algunos una mamarrachada? Poco hay más posmoderno que las redes sociales, cuya principal misión es la visibilidad —la impúdica sobreexposición de la vida privada está muy bien para los muchachos pero resulta bastante lamentable a cierta edad—. En cuanto a las diferentes narrativas, hoy coexisten los ultraliberales y los del 15-M, las recomendaciones del Banco Mundial y las del FMI, el todopoderoso lenguaje económico y el lenguaje de los emoticonos. Mientras Hirst sigue metiendo tiburones en formol, la pasarela bucea una y otra vez en todas las décadas del siglo XX, el teatro recurre a los clásicos en lugar de despellejar cadáveres de animales en los escenarios y las novelas que triunfan tienen de nuevo introducción, nudo y desenlace. El posmodernismo fue una travesura, un divertimento, un espejismo. Nunca hemos sepultado la modernidad, es más, la hemos hiperbolizado y seguimos tirando de su hilo. Porque una sociedad sin clasicismo es como una sociedad sin familia.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

2 comentarios

  1. Hola Joana. Con agradable sorpresa me encuentro con tu blog y este interesante análisis sobre el posmodernismo. Un saludo.

  2. Martín Martín

    Una cosa que me llamó la atención cuando el fenómeno hacia pie ancho en la realidad mundial, cuando se convertía en una marea que no cesaba de alcanzar cotas de libertades, nunca antes conocidas en la vida social del hombre ordinario, de las pequeñas mayorías, las grandes minorías y el individuo, fué que al verse frente a es inmensa gama para elegir, la tendencia de la gente fué encerrase en marcas, iconos, hitos representativos de tribus, que no dejaban de componerse de enormes cantidades de personas, donde se diluia de algún modo toda la virtud del individualismo, se pasó del idioma al dialecto, de la imposición del blue jean , la hamburguesa, el fútbiol y Madonna, a la libre elección de ello. No se ocupó ni una sola butaca más en el teatro Colón de Buenos aires , ni creció el número de poetas ni de artistas plásticos de bien. Aunque hay que decir que creció de manera exponencial la sensación de felicidad, de placer prolongado y programado, y se le perdió el miedo al empacho.
    Un militante de izquierdas haciendo yoga y fumando un porro es lo mejor que conocí del postmodernismo tardío en Buenos aires.
    A Marc Bolan o a Keith richards, probandose prendas de Mary quant en unos atrevidos puff rojos, en lugar de en las paquetísimas salitas las galerías lafayette y de Harrod’s de antes de la popularización total, no lo vimos en Buenos Aires.
    Y así nos fué.

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