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Samaná (I)

Cómo leer. Cómo escribir. En un culo de mundo, en la playa desierta de Cosón, en la península de Samaná —al noroeste de La Española— cuando entra por twitter la hambruna en el cuerno de África y la bancarrota de Europa. Los pobres mueren de hambre y los ricos tiemblan de miedo mientras que el resto de mortales decididos a seguir respirando apoltronamos la incertidumbre en el sofá. Mejor dicho, en la hamaca a rayas sujetada entre dos cocoteros, metáfora perfecta del escapismo. Entre sus pliegues románticos acecha la bicha. El remordimiento judeocristiano que beato y certero anuncia lo que nos espera al regresar. Cómo leer. Cómo escribir. Ni un alma en la playa. Aquí llueve más que en Punta Cana y no se practica el todo incluido. Moverte en motoconcho cuesta tres dólares la hora pero en el supermercado Lindo venden burdeos embotellado por Robuchon y botellas de la Veuve Clicqot. Un aire decadente sobrevuela las noticias. Y por las peleas de gallos que se gastan en un chamizo llamado centro deportivo. La campaña electoral derrocha creatividad: «Llegó papá» anuncia sin sonrojo Hipólito Mejía, candidato a la presidencia de República Dominicana —un ignorante, dicen los morenos, que cuando gobernó le escondió al pueblo el arroz—. Pervive la sombra de Balaguer, de Trujillo, las mártires, las hermanas Mirabal de quienes los niños aprenden sus nombres en la escuela, del indio taino que se levantó contra Colón en las cuevas de los Haitises pero acabó traicionado por su amante, que lo entregó a los españoles, y fue debidamente llorado por su esposa Anacaona. Mi familia aprende rápidamente su nombre, cómo no, igual que el de la ciclona que amenazó con aterrorizarnos hace unos días, Emily. Todo quedó en una tormentita tropical. Pero dejó una legión de mosquitos gobernando el paraíso. Los jejenes sólo pican a los blancos. Pasan de largo entre los pescadores que venden sus camarones sobre la arena y las prostitutas haitianas se dejan abandonar por el amanecer. Hay un Caribe colonial y melancólico que nada tiene que ver con sus aguas turquesa. Borrachos de ron en la calle, lunas plateando sobre el mar como un H. Stern.

Qué leer aquí sino franceses. Entretenerme tanto con Beigbeder y Houellebecq, una atractiva pareja que se cita en sus libros. En Las Terrenas, María, negra prieta y madre de seis hijos, gana diez dólares al día limpiando hoteles y villas construidos por franceses. Dominicanos chapurreando el francés en Chez Sandro y sirviendo el chillo al horno. Franceses bailando la bachata en La Bodega. Y esa exuberante concentración de palmeras en la playa desierta. Mi amol, bonsoir.

Publicado en Mi Smythson

2 comentarios

  1. Puedo sentir el picor de las ronchas causadas por los mosquitos. Buen relato. Capturas esa amalgama de alegría, dolor, esplendor y decadencia tan propios del caribe.
    Una precisión: La cacica se llamaba Anacaona no anacaoba.

  2. Gracias Juan Carlos por la corrección: el nombre correcto es Anacaona, disculpad el lapsus. Y felicidades por tu web: “una reflexión policromática del desarrollo humano”.

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