Lucian Freud dijo que pintaba a hombres y mujeres no por lo que parecían —o a pesar de lo que parecían—, sino por lo que eran. Y los desnudaba. Se ha dicho a menudo que, mientras su abuelo Sigmund Freud deshollinaba la mente, él trataba de que el cuerpo hablara. Lo veraz, que no lo verdadero, revelado por la carne quieta. Cuerpos tendidos en la cama o en el sofá, entre la laxitud y el abandono. La vida sin movimiento. Esta le permitía una mejor observación de los pliegues humanos, de la flacidez y los surcos, de los accidentes a menudo abruptos que anidan en rodillas, papadas o pies. Entre la antropología y el legado de Tiziano o Courbet, contemplaba a sus modelos como animales que manifestaban sus instintos. Por ello parece consecuente que esperara hasta los setenta años para autorretratarse desnudo, como también parece lógico que no le gustara trabajar con modelos profesionales: «De tanto ser mirados les ha salido una segunda piel», aseguraba. El filósofo Adolfo Vasquez Rocca escribe que retratar una figura como Kate Moss representaba un doble desafío para el artista: «No dejarse llevar por los cánones de belleza impuestos y penetrar esa segunda piel para intuir qué mujer hay detrás de ese cuerpo preparado para agradar».
En nuestros pensamientos oscilamos con naturalidad de lo aspiracional a lo real. Nuestro juicio sobre el cuerpo ajeno a menudo está condicionado por los grilletes del canon. Y aunque ningún canon de belleza haya permanecido intacto a lo largo de la historia, el que hoy nos asiste configura un estado de opinión difícil de relativizar. Desde los años ochenta, la cultura narcisista goza de tanto prestigio como las proclamas anticulto al cuerpo. Unos ensalzan el triunfo del yo y los beneficios de cuidarse, aunque no tanto para vivir más y mejor como para sentirse admirado. Otros se escandalizan ante la presión social, que ahora ya no sólo recae en las mujeres, sino que señala con la misma virulencia la tripa de Leire Pajín y Paula Vázquez que la de Joan Laporta. Incluso quienes esgrimen el discurso políticamente correcto que elogia arrugas y redondeces no se privan de juzgar silenciosamente el desfile —o atropello— de los famosos en biquini, que no excluye a aquellos cuya labor nada tiene que ver con las excelencias o decrepitudes de su cuerpo.
Tal vez por ello, pocos días después de la muerte de Lucian Freud, sea recomendable contemplar sus cuerpos echados, que emanan un aroma espeso y caliente, tremendamente humano. Gordos, viejos, muchachas, parejas que en su natural indolencia transcienden el juicio sobre sus carnes. Al verlos, nadie se cuestiona si tienen tripa o padecen anorexia, porque un sentimiento de rara belleza prevalece. Sí, claro, es arte, pero capaz de transmitir que esa intimidad del cuerpo, no sólo su apariencia, debería reconfortarnos.
hemos perdido a lucien freud el mismo dia que a amy winehouse. que pena, dos artistas, dos edades, dos mundos ….
Esto….je suis d’accord mais http://lola-gracia.blogspot.com/2011/08/gayumbos-fuera.html