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Las muletas del Rey

Cojear no siempre significa ir un paso atrás arrastrando unos grilletes imaginarios. Ni tener que convivir con la rémora de una pierna que no puede seguir el ritmo de la otra. No hay más que echar mano de la metáfora: las relaciones que cojean, los artículos que cojean, el ¿de qué pie cojeas?, rasgo inherente a la condición humana. Cuando se es joven, las escayolas y muletas se viven como una suerte de exotismo; los niños se las dejan garabatear, más protagonistas que nunca. Pero lejos de las edades ociosas, los cojos, incluso los transitorios, deben soportar altas dosis de contrariedad y acaso un aire desvalido que les aleja de esa expresión que usamos tan a menudo: «Estar en plena forma».

Lo peor de cojear no es el límite físico sino el psicológico, contra el que tantos cojos ilustres y anónimos han luchado. La agonía de huesos y cartílagos obliga a detenerte aunque en los sueños sigas recorriendo laberintos. Cuando los demás se olvidan de tu cojera y aceleran el paso piensas muchas cosas; en especial, que debes aprender a ser el último.

Aceptarlo y superarlo, como demuestran a diario las historias de cojos, tanto los acomplejados y vengativos como quienes convirtieron su cojera en su mayor atractivo. «Cuando un miembro se debilita siempre hay otro que lo compensa», dice la máxima que inspiró a Lord Byron, propietario desde la cuna de una ligera deformidad en el pie derecho, aunque aprendiera a correr antes de caminar. Sus modales, tan alambicados, le sirvieron para disimular su cojera, aunque no le escatimaron burlas. Dicen que en cierta ocasión se encontró con la popular Georgiana Cavendish, duquesa de Devonshire, quien, muy osada, lo saludó: «¿Cómo andáis hoy, milord?». A lo cual el poeta de lengua afilada respondió: «Señora, ando como veis vos: muy mal». La respuesta no tendría mayor relevancia si no fuese porque ella también tenía una llamativa característica física: era bizca.

Con motivo de la prótesis real, mucho se ha hablado de las reacciones de Juan Carlos I. De su pierna arrastrada y su ligero tambaleo tras el que muchos quisieron ver signos de decrepitud. Y de su enfado a causa de dichas especulaciones, tan comprensible cuando, seas obispo o seas rey, estás a punto de entrar en el quirófano. «Humano soy y nada de lo humano me es ajeno», hubiera tenido que recitar el monarca ante aquellos que censuran su actitud —no los que siguen con indiferencia las vicisitudes de la familia real, sino los ultramonárquicos— aduciendo que, por su condición, debería ejercer una ataraxia digna de una estatua. Cierto es que la cojera transitoria del rey tiene un aliado excepcional: unas muletas de última generación. Nada que ver con el bastón del peregrino, ni con las muletas a las que nos agarramos la mayoría de mortales aquejados de una rebelión funcional. Las suyas tienen amortiguadores, luces y sonidos. Aunque no son las más sofisticadas del mercado: incluso las hay con bolsillos en los palos, con reflectores o con un suspiro de silla. Pero por muy high tech que sean las muletas, o por muy motorizadas que estén las sillas de ruedas, poco se puede hacer contra las arquitecturas hostiles, las ciudades socavadas o la mala educación. La mayoría de discapacitados no tienen escoltas ni coches oficiales, y cada mañana, al abrir los ojos, saben que tendrán que luchar contra obstáculos levantados por las mismas administraciones que boicotean sus propias leyes de adaptabilidad. La lucha contra el tiempo nunca había sido tan feroz; ahí está el incivismo de los impacientes a quienes irrita la lentitud de los cojos. Gente que no sólo ha perdido el tacto, sino la mirada, porque detrás de unas muletas o una silla de ruedas habita un pulso feliz entre el límite y su superación.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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