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Aquel bolero

«La Guerra Civil nos da mucha pereza a los de mi generación», me dice una periodista veinteañera. Pereza. Ni cansancio ni indiferencia, sino un hartazgo de aquel eco que se ha amplificado con los años y que, como pudo comprobarse con el debate sobre la memoria histórica, demuestra cuán difícil resulta reconciliarse con los recuerdos. La polémica surgida a raíz del Diccionario Biográfico Español y algunas de sus entradas relacionadas con Franco y la Guerra Civil reabre de nuevo el socavón del episodio que ha sacudido con mayor furia la fisonomía geográfica y moral de España. Y demuestra que quien debiera ser la máxima autoridad en la materia, la Real Academia de la Historia, escapa al rigor y a la objetividad necesarios para enfriar el juicio, eslabones indispensables en la reconciliación de un pueblo.

Cada vez quedan menos testimonios de aquella guerra. La generación de nuestros abuelos que, sobre todo en la Catalunya rural, no fue partidaria de la épica y sobrevivió gracias al olvido, renunciando a un parte de la memoria colectiva que nos habita. Hoy, cuando mueren los abuelos, a menudo se halla en viejos cajones un capítulo que se negaron a contar a sus nietos pero del cual conservaron un recuerdo hasta su muerte. El mío guardaba un pequeño carnet negro con las inscripciones de los campos de trabajos forzados en los que fue recluido. Estas Navidades también encontramos una carta, fechada doce años atrás, en la que un viejo amigo le enviaba un fragmento de La Guerra Civil española de Hugh Thomas donde se detalla con qué crueldad mataba al azar uno de sus torturadores, Astorga Vayo, miembro del SIM y comandante del campo dels Omells de na Gaia. Ignoro si para él aquello alcanzó la categoría de secreto, acuciado por el deber de olvidar, o si se limitó a guardarlo. El caso es que a lo largo de su vida se dedicó a prosperar, a arruinarse y a tocar el piano. Y nunca habló de aquel asunto, sólo alguna cola de relato: cuando a los diecinueve años fue llamado al frente, la primera quinta del 36, y se afilió al POUM porque tenía banda musical, hasta que lo ilegalizaron y desertó.

En los pueblos siempre se ha sido contenido. «No remenis aquelles històries», se aconsejaba. El silencio hiló un manto tupido, resultado del único pacto posible cuando vives puerta con puerta con quien perteneció al «otro bando». Por eso tienen un mayor valor los relatos arrancados a esas tinieblas. «De cop i volta ja no valia res del que sempre havíem cregut important». Releí la frase; no se podía explicar mejor. El temblor existencial que tan precisamente definía, la forma en que aquella guerra trastocó credos, enterrando la realidad y el sueño. Lo dice Pilar, una mujer de Arbeca a quien entrevista Assumpta Montellà en Pa, crosta i molla (Pagès Editors), un libro que rescata un relato inédito: la visión de la Guerra Civil contada por las mujeres de Les Garrigues, donde las batallas fueron tan duras como sus piedras. Esperando cartas del frente, saludando a los camiones de milicianos que enfilaban el empedrado, y preparando los tres platos del menú del día: pa, crosta i molla. Una historia cuyo runrún me resulta familiar. Una pátina de la vieja memoria que me habita. La idiosincrasia de aquellas que no tuvieron batallas que ganar, sino tan sólo tragedias que soportar. Del trabajo de Montellà, y de su esmerado acercamiento a las padrines, a quienes aún les cuesta recordar y hablar, se paladea la historia con minúsculas. De qué forma la vida siguió transcurriendo. Porque pese al estruendo de los morteros, ellas nunca dejaron de pensar en sus balladors. Los envelats, con sus pequeñas orquestas ambulantes y las peticiones de baile, eran un refugio para mantener libres los sueños. El amor en la guerra, agarrado a aquel bolero de donde venimos.

(La Vanguardia)

Publicado en Artículos

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