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Épica del mal

Amanecí el pasado 11-S en Nueva York. Desde las ventanas con vistas al Hudson un barco, sólo uno, surcaba la mañana azul. La brisa de final del verano abrillantaba el paisaje de cristal, y un aire de solemnidad se posaba en los ojales de los primeros viandantes. Los periódicos entrevistaban al reverendo Terry Jones, que aseguraba no estar loco aunque quisiera organizar una quema pública de coranes; y algunos ciudadanos entraban en el debate de la falta de mezquitas en la Gran Manzana a raíz de la polémica levantada por el proyecto de un gran centro islámico a cuatro pasos de las torres que voló Mohamed Atta, el «escogido» de Bin Laden. La sed de venganza se administraba con el semblante circunspecto del que hacen gala los neoyorquinos, ejemplares cuando conmemoran el dolor e incontinentes cuando celebran la victoria. En el noveno aniversario del atentado, la parrilla mediática organizaba debates plurales en los que no faltaban quienes aludían al fracaso político y moral de la guerra que Bush iniciara en nombre de la democracia. Las vergüenzas de Abu Graib y Guantánamo, las mal vendidas misiones de paz, las desmoralizadoras bajas del ejército norteamericano… Un fatalismo ante el cual se ejercía la autocrítica a la vez que se clamaba justicia contra el enemigo público número uno.

Bajé hasta Wall Street, donde aún se está lejos de restañar las profundas heridas. Una geografía caótica en un paisaje ausente. Desde que en el 2004 se cimentara la primera piedra de la Torre de la Libertad —20 toneladas e inscripciones in memóriam en su superficie— apenas se había apreciado movimiento. Inversores y arquitectos, diseños nobles y emisión de deuda cancelada para financiar las nuevas torres, ralentizaron un proceso de reconstrucción que sirve como metáfora para explicar cómo ha cambiado el mundo después del 11-S. Esas ruinas, el inmenso agujero abierto a la ciudad y a sus cornisas, siguen apreciándose en el mapa como la nada. Y representan un antes y un después del día en que los fanáticos de Al Qaeda, capitaneados por Bin Laden, decidieron amenazar la libertad para regresar al medievo. «Queda más de la Roma del siglo III y del templo mayor de Tenochtitlan que del World Trade Center», escribía Pete Hamill hace unos años, certificando cómo el atentado a las torres supuso el fin de la teoría: la literaria, la feminista, la económica, el criticismo derridiano, la posmodernidad, en definitiva. En nombre de la seguridad, se levantó un nuevo catecismo que regiría la aldea global desde un Occidente que daba por hecho el irrecuperable retroceso del mundo árabe y su imposibilidad de prosperar del lado de las luces.

Bin Laden, que no se ocultaba en las montañas, siempre se presentó con una estilización digna del Greco: bañado por una tenue luz amarillenta en su cueva, con un fusil y un Corán, el gesto concentrado en sí mismo, la barba flamígera y una sonrisa desafiante. No podía haber mejor enemigo público número uno, verdadero rostro del mal cuya dimensión épica lo ha acompañado hasta el final: su cuerpo lanzado al mar, uno de sus hijos muerto a su lado, la falsa fotografía del cadáver trucada con photoshop.

Los conflictos azotan el planeta, que aún no ha logrado tender puentes entre las culturas. El extremismo ha acrecentado la hostilidad y la paranoia en una sociedad 2.0, empoderando a una ciudadanía ajena a las estrategias bélicas y al poder, pero que ha conseguido levantarse en nombre de la libertad en OrienteMedio y ha demostrado que para reclamar la democracia no necesitaba la yihad terrorista. «El mundo es más seguro, un lugar mejor», ha afirmado Obama, sabiendo que sin Bin Laden la paz seguirá igual de amenazada. Porque, si bien el 11-S alteró el orden mundial, queda por saber si la desaparición de su ideólogo será el principio del fin, o tan sólo representará el triunfo de la psicología sobre la mitología.


(La Vanguardia)

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