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Elefantes en Westminster

Siempre he vivido cerca de una iglesia: la de Sant Joan Baptista, la Mercè, la Giralda, Santa Bárbara y Santa Gemma. Desde las diversas ventanas en las que me he asomado siendo niña, estudiante, treintañera y aprendiz de vieja, he contemplado de forma invariable un campanario recortando el cielo. Esta azarosa circunstancia que me ha acompañado continuamente en los viajes no sólo me ha permitido contemplar la extraña vida de las aves alrededor de las arquitecturas levantadas en nombre de Dios, sino los rituales humanos que se escenifican a sus pies. Y de forma muy especial, cómo se casa la gente.

Durante muchos fines de semana, he sentido que me hallaba en una especie de parque temático de bodas y bautizos en el cual mis zapatillas deportivas y periódicos del domingo se cruzaban con los coches engalanados, sombreros y chaqués. Cuántas veces, en verano y con los balcones abiertos, he subido el volumen de la música para neutralizar la algarabía nupcial. En los días malos, tanta felicidad explosiva, con confetis y gente absurdamente disfrazada, retrasaba aún más la esperanza de que la mañana prosperara.

Porque las bodas difícilmente se pueden contemplar desde la melancolía o la incertidumbre. Así ha ocurrido con todos los británicos que la semana pasada aprovecharon la bula real de un día festivo para largarse unos días del engalanado Londres, mostrando mucha más distancia que ante la otra boda del siglo, la de aquel 29 de julio de 1981 en el que Carlos y Diana recreaban un cuento de hadas al más puro estilo Disney en la catedral de Saint Paul.

Por fin, Guillermo y Kate se casaron exhaustivamente documentados por todas las televisiones, clonados en decenas de souvenirs y diseccionados por cuadrillas de opinadores. No hay escenificación más rotunda del triunfo del amor que este rito que la historia ha demostrado fallido en muchas ocasiones. Tampoco hay espectáculo mediático más hinchado que éste, cuando sus gobernantes lo han presentado como un antidepresivo para el pueblo y un reactivo para la economía. La Inglaterra de los duques de Cambridge no está mucho mejor que aquel país desregularizado, privatizado y reprimido por la Dama de Hierro. La precariedad ha regresado de nuevo al empleo en una Europa que desmantela el Estado de bienestar. Aunque en algunos lugares del mundo se escuche la voz de los indignados, en otros cristaliza un sentimiento de desafección. Porque aquel pueblo ilusionado que hace tan sólo treinta años suspiraba por los cuentos de hadas, hoy contempla esta otra boda del siglo como un producto más de nuestra sofisticada y tecnologizada cultura. Ante la visión de los hermosos árboles encerrados en la abadía de Westminster sentí lo mismo que desde la ventana de mi casa: la evidencia de que en las bodas mucha gente se siente como un elefante en una cacharrería.

(La Vanguardia)

Publicado en Mi Smythson

Un comentario

  1. Boda y baile de disfraces….yo me quedo con los niños cantores. La maravillosa música de la ceremonia…lo demás, uff. No sé si la alta fiebre de aquel día me hizo delirar pero vi tocados como corcheas y ampulosos trajes con los que nadie, salvo Leticia y la reina, de amarillo pollito, podría sentirse cómodo.

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