Hoy, la cultura gastronómica se ha convertido en un imperativo. Nuestra sociedad ha obtenido un salvoconducto para «gourmetizarse» barriendo antiguas creencias que definían el gusto como un sentido innato, hereditario y elitista, de la misma forma que comer bien en un restaurante ha dejado de significar comer caro. En las oficinas, la gente come breaks de algas japonesas con pan de centeno o ensaladas de ese pseudocereal llamado quinoa, todo sencillamente sofisticado y sano. El auge de la comida ecológica, que sólo con mencionarla hace que nos sintamos más saludables, invade las gastrotecas bio —antes herbolarios como el decano Santiveri (1885)— y luce con orgullo etiquetas como «de corral» que tiempo atrás hubieran ruborizado al consumidor urbano.
España se ha convertido en el principal productor de alimentos ecológicos en la UE —aunque de los que menos los consume—. Y en el mundo cada vez son más quienes hacen pan en casa, cultivan tomates o, como en Estados Unidos, sacrifican al ganado libre de antibióticos con la misma naturalidad con que aquí se despellejaban conejos. El renacer vegetariano —y vegano— ha abandonado la marginalidad y ha entrado en las escuelas de alta cocina. Para redondearlo, el libro provegetariano de Jonathan Safran Foer Comer animales se ha convertido en un auténtico best seller mientras los carnívoros se defienden panza arriba: «Disculpe, yo no como paisaje», decía Nati Mistral ante un plato de ensalada. Biológica o con aditivos, deconstruida o tradicional, la comida, más que una droga, se ha convertido en una religión mayoritaria, una teología del gusto. Sus templos, capitaneados por Ferran Adrià, aterrizarán próximamente en la Universidad de Harvard para subir el siguiente escalón: ciencia y cocina, moléculas y sofritos.
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